–¿Has escrito poesía? –me preguntó Ben Okri. Nos encontrábamos en un bar tomando cerveza y yo aún no salía de mi asombro al pensar que un premio Booker, una de las estrellas del Hay, hubiera ido hasta la sala de prensa para invitarme a un trago.
Esa mañana lo había abordado apenas llegó al hotel, al mismo tiempo que una docena de periodistas más, de curiosos, de fotógrafos, de gente del Festival y de otros escritores que querían saludar al nigeriano, uno de los hombres más esperados del Hay de este año en Cartagena.
Él no había dormido bien porque había llegado la noche anterior procedente de Londres, donde vive, y había estado toda la mañana dictando un taller para los niños de un colegio cartagenero, y sin embargo, gracias a la intercesión de una jefe de prensa con buena disposición, yo tenía diez minutos con él.
Lo primero fue huir de tanta gente. Nos fuimos a la piscina, donde nos sentamos en unas tumbonas que recibían el sol del mediodía. Okri se abrió la camisa y se recostó, no del todo dispuesto a dar una entrevista, pero sin mucha opción de negarse.
Las primeras preguntas fueron difíciles. Contestaba con esa voz dulce, poética, ese inglés lento y hermoso que aprendió en Londres, donde vivió de niño y adonde regresó para estudiar literatura, pero lo hacía sin ganas, como si quisiera terminar de una vez con el protocolo de los periodistas y poder subir a su habitación a descansar.
Al comienzo habló sobre el dolor como fuerza creadora, como una especie de detonante para que los sentimientos fluyan. Se refirió a la guerra civil de Nigeria, donde “tenía que pasar por encima de los cadáveres para llegar a la escuela”. Habló de su padre, que se llevó a su familia a Londres para estudiar derecho, y a su regreso a Nigeria se dedicó a ayudar a personas pobres, como él, dándoles asesoría legal. Tal vez de ahí viene su literatura, aceptó, de haber visto y oído tantas cosas en su país.
Hasta ahí, sin embargo, Okri respondía con escaso interés. Fue cuando le pregunté por las historias de su madre que cambió. Sus ojos se volvieron expresivos, se secó el sudor con un pañuelito blanco que llevaba en el bolsillo derecho de su pantalón y me sacó del sol violento para llevarme a la sombra, donde estuviéramos más a gusto.
–Mi madre solía contarme historias que tenían una moraleja. Nunca me decía cuál era esa moraleja, pero yo duraba días enteros pensándola y luego iba a su lado y le decía que había aprendido esta cosa o esta otra, y ella me preguntaba si eso era todo, y así que me obligaba a pensar de nuevo hasta que las digería.
Una de estas historias se la contó cuando Ben tenía cinco años, pero nunca la acabó. Esa tarde llegaron amigos a la casa, un día sucedió al otro, vinieron más historias, y aquella quedó rezagada en algún rincón de la memoria.
–Cuarenta años después, esa historia seguía siendo algo inconcluso en mi vida. Como un fantasma. Mi mamá murió sin poderla completar. No había nadie en el mundo que pudiera contármela, así que la tuve que inventar.
De ahí salió su última novela, Starbook. Okri, además de novelista, es poeta, ensayista y un magnífico entrevistador. Ganó el prestigioso premio Booker en 1991 por El camino hambriento, un libro que ha sido calificado como la perfecta novela de realismo mágico, un término que a él le molesta. Le pregunto por eso, por la molestia que eso le genera, y me atrevo a mencionar que mi abuelo decía que García Márquez era un reportero de la cotidianidad costeña.
–Es justamente eso –dijo Okri–. En América Latina, como en África, convivimos con infinidad de planos de realidad. Lo que para mí puede ser real para mi vecino puede no serlo. Eso es lo que en Europa llaman realismo mágico, pero nosotros lo entendemos distinto.
Mientras hablaba, pensaba que teníamos muchas cosas en común con África. No en vano los esclavos dejaron a lo largo de la ribera del Magdalena su música, sus mitos, su lenguaje. Hablamos de los palenques, del sincretismo religioso, de los muertos y de la magia.
–Un escritor tiene que ser un escucha. Pero no sólo del llanto de la gente, sino de todo el tiempo que vive. Debe percibir los olores, las risas, el dolor, la soledad. La forma en la que funciona para mí la escritura es que asimilo todo, me apropio de un lenguaje, lo conozco, lo exprimo, escribo y desecho todo. Hago silencio. Siento un vacío y vuelvo a empezar de cero. Ningún libro es parecido al anterior, ningún libro es una continuación del otro. Supongo que eso no lo hacen todos los escritores, pero yo no conozco una forma distinta.
Luego de casi una hora de charla, Okri volvió a enfrentar el lobby del hotel con el estoicismo del famoso. Yo regresé a la sala de prensa a escribir el texto y lo volví a ver cuando entró a invitarme a una cerveza.
Te voy a dar una clase de poesía –dijo, cuando acepté que la poesía me intimidaba. Más que una clase, fue una pequeña parodia de la poesía en la que desechó todas las reglas y volvió a ponerse serio, como si cargara el peso de África sobre sus hombros. Seguimos hablando de literatura y de escritura, y al final terminamos hablando sobre cómo empezamos a leer: ambos lo hicimos porque de alguna forma estaba prohibido en nuestra casa, y esa concepción de que los libros eran inalcanzables, arcanos ocultos llenos de secretos reservados a los adultos, nos cambió el mundo.
Al día siguiente, en su charla, Okri relató en público la anécdota que me había contado la noche anterior.
–Mi padre –dijo– tenía unos libros hermosos, empastados en una biblioteca. Cada tanto me enviaba a que les quitara el polvo, pero me advertía que no los leyera. Al final, de tanto quitarles el polvo terminé leyéndolos y me abrieron un universo.
En ese momento, aunque yo estaba sentada lejos, pude sentir que me sonrió.