Que durante una infancia misericordiosamente corta, en esta Bogotá tan lánguida y tan precaria que siempre ha definido a las personas de acuerdo con el colegio del que se graduaron, la gente solía ponerme un lamentable “pero” apenas se enteraba del lugar en el que yo estudiaba: “es raro, pero es del Moderno”, decían los arribistas; “es del Moderno, pero es raro”, decían los chauvinistas de la clase media. Y sí era extraño estudiar ahí. Sí se sentía uno a salvo y bogotano y obligado a hacer el último chiste de la conversación. No había un lugar tan envolvente, tan admirable y tan bello en la ciudad. Y los que iban a otros colegios, que no sabían, por ejemplo, que solo unos pocos gimnasianos tenían mucho dinero, pensaban que todo el que entraba por las 74 con 9ª pertenecía a la aristocracia.
Y sin embargo, quizás porque para mí el mundo era ese y nada más que ese, de pronto porque me pasé esos trece años en aquellos campos tan verdes demasiado preocupado por las cosas de todos los días, tardé en darme cuenta de que –según el auditorio– ser del Gimnasio Moderno podía ser una suerte de privilegio, de tatuaje, de marca de estilo, de estigma.
Qué más me ha pasado a mí por haber estudiado en el Moderno. Que aquel sábado 14 de agosto de 1993 en el que presenté el examen del Icfes, tan absurdo, al temible supervisor le dio por decirles a mis compañeros de salón no solo que yo estaba cumpliendo años, sino que venía “del colegio de los presidentes”, y entonces vinieron las rechiflas. Que ya en la universidad, que comparada con el colegio me pareció sin humor y sin colores, un tipo iracundo se me acercó un día a decirme que él odiaba a “los niños del Moderno”. Que en mis primeros trabajos, de las correcciones de anuarios a las clases de literatura, ciertas personas se sintieron incómodas a mi lado y ciertas más pensaron que yo era de fiar. Que un par de veces me he encontrado con este elogio injusto: “pero usted no parece del Moderno”. Y muchas veces más, en los momentos incómodos y ajenos que no faltan, me he refugiado en reparadoras conversaciones sobre los protagonistas del colegio: del fundador, don Agustín Nieto, al gran maestro, don Pompilio Iriarte.
El legendario Gimnasio Moderno está cumpliendo cien años de haber sido fundado: es, en todos los sentidos, un verdadero monumento nacional. Y podría yo seguir siendo ingenioso al respecto por unas frases más, que lo aprendí en los viejos edificios del colegio, pero, viendo las líneas que me quedan, debo decir que celebro el lugar en donde hice la primaria y el bachillerato porque lo conozco bien y sé que es un paréntesis del mundo, porque fue allá donde conocí a tres de mis mejores amigos (y a estas alturas de mi calvicie también son mi familia) y porque fui testigo de que allí les enseñaban a las personas a criticar y a parodiar y a encogerse de hombros con más compasión que hastío ante el indescifrable hecho de la vida.
ACTIVIDADES DEL CENTENARIO: