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Así es la vida de una botella PET en Bogotá, Colombia

Generalmente no tenemos idea de lo que sucede con la basura que sale de nuestra casa. travesía en primera persona de una botella PET que pudo salir de su hogar.
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noviembre 1, 2022
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Si sale de la casa limpio, una botella PET -al igual que cualquier otro envase plástico- tiene toda la posibilidad de volver a ser utilizada. Su camino no es fácil, pero resulta mejor que terminar tirado en la calle.

El lunes de una botella PET

En Bella Suiza, un barrio de la localidad de Usaquén, las probabilidades de que yo, una botella incolora de PET, termine en el lugar equivocado son altas.

A nivel nacional, las cifras tampoco son alentadoras: cada año, cerca de 1.500 millones de nosotras terminamos en ríos y tiradas en cualquier parte. En algunos casos llegamos a rellenos sanitarios, que tampoco son la mejor opción.

Se sostuvo por muchos años que llevarnos a esas montañas de basura maloliente constituía una gran solución, porque era más barato que intentar reciclarnos. El problema consiste en que, a largo plazo, el relleno no es una opción real para una ciudad que quiera ser sostenible, ¡y en muchos lugares están prohibidos!, pues, entre otras cosas, contaminan fuentes de agua y tierras aledañas.

«Tengo miedo de terminar en el lugar equivocado»

Así que mientras esperaba mi destino en una repisa cerca de la caneca de la basura de mi hogar de paso, pensaba que mi miedo a terminar en un relleno no era infundado: las botellas PET no somos el desperdicio más apetecido por los recicladores.

Mi problema, como el del icopor, es que, aunque hago parte de los materiales potencialmente reciclables, peso muy poco y ocupo mucho espacio.Para completar un kilo, un reciclador necesitaría 34 de nosotras, de 1,5 litros, que vendería entre $390 y $500 pesos colombianos.

Puede que ni siquiera le interesara: no todas las bodegas compran y almacenan todo lo potencialmente reciclable. Podría ser peor, claro, yo podría haber sido una bolsa blanca o una cajita de cartón endeble de té –a la que llaman plegadiza–, por la que pagan $60 pesos el kilo. No me puedo quejar.

Y lo que pasa con mis otros amigos

A los papeles, si están limpios, les va mucho mejor que a mí: pesan más, los pagan a mejor precio y ocupan menos espacio. El reciclador podía llegar a vender el papel archivo –el de oficina– a $420 pesos el kilo.

Aunque tenían su pero…, su delicadeza. Por su parte, los periódicos que estuvieron a mi lado varios días antes de que nos sacaran a la calle a todos, se ponían nerviosos cada vez que entraba el dueño de casa.

Esto, porque no son tan apetecidos como el papel archivo. Solo valen $80 pesos el kilo. Lo último que querían era que se los metiera en una bolsa blanca junto con botellas chorreando cualquier líquido.

Porque esa es otra de las delicadezas de los papeles: si se mojan, por más limpios que estén, ya no sirven. Pierden todo el valor y terminan en un camión blanco y grande como una ballena, junto al resto de la basura que va al relleno.

Hace unos días, el dueño de casa tomó el arrume y salió…

Según lo que habló luego con su esposa, una mujer que cree que eso de separar basuras es otra de las ideas hippies de su marido, se los entregó al portero. Este los almacena y, después de unos 20 días o dependiendo de qué tan pelado esté, llama a un reciclador de camión que le da $15.000 o $20.000 pesos por ellos.

Lo ha hecho desde siempre. Según lo que he oído -como botella PET-, esta es una costumbre más extendida de lo que uno se imagina: si no hay acuerdos ya hechos entre porteros o empleados con ciertas rutas privadas de reciclaje, igual pasan camioncitos destartalados con letreros que anuncian que se compra papel, vidrio y, sobre todo, chatarra.

Martes de nerviosismo

Me puse un poco nerviosa cuando llegó el martes y supe que por la cuadra de este edificio no pasaba el camión de trompa amarilla que había visto en un barrio más al sur, donde estaba la tienda en la que me vendieron.

Según decía la tendera, llevaba tres meses recorriendo algunas calles de ese barrio. Era la primera microrruta de recolección selectiva piloto de Usaquén y pasaba los martes y sábados. Hacía el mismo recorrido que una de las cinco microrrutas que había operado LIME, el consorcio que recorre la zona donde terminé viviendo.

Y es que hasta diciembre pasado, los operadores habían tenido 70 microrrutas de recolección selectiva para cerca de 640.000 usuarios en la ciudad. Aunque en teoría debían recoger cerca de 500 toneladas diarias de desechos reciclables, por falta de promoción nunca se recogieron más de 20, de las cuales no servían ni siquiera la mitad porque desde las casas salíamos mezclados todos, botellas, latas y arroz, sin ningún tipo de orden.

Peor aún, yo quedaba al lado de un frasco sucio y me untaba de todo lo inimaginable, ¿cómo habría podido servirle a alguien? Mientras tanto, los recicladores recogían un promedio de 1.200 toneladas sin recibir ningún reconocimiento económico por parte de la capital. Así que esa idea no sirvió, todo el mundo quedó furioso y, como siempre, tocó arrancar de cero.

Miércoles de salvación

Respiré un poco aliviada cuando al día siguiente, miércoles, la empleada me echó en una bolsa blanca. Ese es el primer paso: que el dueño de casa, o en su defecto la empleada, decida hacer la separación de basuras.

Bogotá produce 14.500 toneladas de basura diarias, lo que equivale a llenar dos veces el estadio El Campín. De estas muchísimas toneladas, 3.200 son aprovechadas por cerca de 20.000 recicladores con diferentes grados de informalidad.

De las toneladas restantes que van al relleno sanitario, 3.200 podrían haber sido aprovechadas y no lo fueron porque las personas que se encargaron de producirlas no hicieron separación alguna. ¡Qué desastre!

4 p. m. la hora de la verdad

Me entregaron dentro de una bolsa blanca al portero. Conmigo iban un par de bolsas plásticas blancas, muchos pedazos de papel sueltos, un arrume de papel archivo, una botella de jugo y una botella de PET verde.

Unas horas después, el portero sacó la bolsa en la que iba. Solo fue cuestión de unos minutos para que un reciclador rasgara la bolsa. Tomó el arrume de papel archivo y la botella de jugo. Para mi sorpresa, me tomó a mí, pero dejó la botella de PET verde.

Esas y las ámbar, supe luego, no tienen igual salida. Se necesita una bodega lo suficientemente grande para que puedan almacenar suficientes botellas de esas y venderlas. Así que en gran medida, supe luego también, el reciclaje es una cuestión de volumen.

La industria demanda grandes cantidades de material que cuente con ciertas condiciones de calidad que normalmente no tiene. De nuevo, porque salimos maltrechas desde la casa.

En las manos de Jose

El reciclador, Jose me enteré que se llamaba, nos llevó a un zorro que tenía parqueado en la carrera 7ª con 127. Se dice que un reciclador puede acumular de 120 a 300 kilos en uno de esos carritos de tracción humana.

Quien me llevó fue y volvió varias veces, siempre trayendo papel archivo, cartones, botellas de gaseosa de PET y vidrio. A eso de las 10 de la noche, mientras a lo lejos podía oírse un camión de basura que paraba frente a los edificios y echaba todo lo que iba dentro de los barriles a su parte trasera, mezclándolo todo, el hombre empezó a movilizarnos hacia el sur.

Una hora más tarde se encontraría con otros cuatro recicladores en un costado de la avenida Novena, a una cuadra del puente de la 100, para clasificarnos. El vidrio iba en un globo –una especie de costal grande–, las botellas como yo en otro, el papel en otro. Pasaron la mayor parte de la noche haciendo esto. Descansaron únicamente un ratico.

5:30 a. m. como botella PET

A esta hora empezó una carrera a lo largo de la Novena y luego de la Treinta hasta llegar a la localidad de Barrios Unidos. En una bodega mediana, Jose nos entregó al bodeguero para que pesara las bolsas donde nos llevaba, ya cada uno en su globo. Luego dispusieron cada costal en un espacio determinado de la bodega. Oí que a Jose le fue bien: con lo que trajo se hizo $30.000 pesos.

Después de pesarnos, el reciclador parqueó su carro y salió de la bodega. Según lo que hablaba con otras botellas de PET que llevaban más tiempo que yo ahí, al parecer en este negocio, caracterizado por la informalidad, hay cualquier cantidad de acuerdos entre recicladores y bodegueros y por eso todo lo susurran, no hay cifras ni nadie habla en voz alta.

Por ejemplo, algunos bodegueros son dueños de los carros y los prestan o alquilan a los recicladores con el compromiso de que les vendan solo a ellos.

Estoy pesadita con mis amigas

Para que los recicladores sepan cuánto pesa su carga antes de que se la vendan a las bodegas –así como para llevar su registro–, la Uaesp (Unidad Administrativa Especial de Servicios Públicos) instaló hace unos meses un centro de pesaje oficial en la carrera 29 con calle 69.

Allí también llena las planillas para que los recicladores censados puedan cobrar el pago bimestral de $81.700 que ofrece el Distrito por tonelada recolectada. A pesar de lo bien que sonaba el recurso, el reciclador que nos había traído decidió no pasar por allí:

Eso le habría implicado cruzar un puente de carros. Además, el centro de pesaje abría a las ocho y, después de haber pasado la mayor parte de la noche haciendo clasificación de material, ¿quién querría esperar una hora más en lugar de irse a descansar un poco?

Y volver, volver, volver

En la bodega, a cada uno nos esperaba un destino y una serie de intermediarios distintos: al papel archivo se lo llevarían a Kimberly, en otras bodegas lo recoge Familia. Según le oí al bodeguero, lo lleva cada 15 días.

A la botella de vidrio la transportarían a una bodega de mayor capacidad donde le quitarían su etiqueta y la molerían con botellas de su mismo color para luego llevarla a Peldar, la única industria que compra vidrio para reciclarlo.

En bodegas medianas, según un estudio sobre reciclaje del país realizado por la fundación Cempre, se mueven de 20 a 40 toneladas de material semanalmente y, en algunas ocasiones, se hacen procesos de pretransformación como, en el caso de botellas de PET como yo, el retiro de tapas o de etiquetas.

Soy una botella PET hecha gránulos

En estas bodegas también se compactan las botellas para que Cooperenka, la cooperativa de trabajadores de la empresa de plásticos Enka, compre pacas de nosotras. Una vez completa este proceso de selección de material, lo muele, saca el PET en gránulos y produce fibra para la industria textil.

Con las tapas, los aros y las etiquetas fabrica madera plástica. ¡¿No les parece increíble lo útiles que somos?! Ridículo que, por la indiferencia de tantos, terminemos ensuciando las calles o contaminando el ambiente…

Bueno, al menos tuve un buen final. Alguien me volverá a usar. Qué dicha. Pero por lo pronto, confieso que estoy un poco cansada después de este recorrido. Y eso que no fui yo la que empujó el zorro de 120 kilos.

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