Competencia por el reparto del mundo
El arrollador triunfo de Alemania en la guerra franco-prusiana de 1870-71 y la subsiguiente anexión de las provincias francesas de Alsacia y Lorena por parte alemanes, así como la proclamación del imperio germano, fueron sucesos que alteraron profundamente el equilibrio europeo que se estableció luego de la derrota de Napoleón y se mantuvo más o menos sin alteraciones a lo largo de seis décadas. La unidad alemana y el ordinario crecimiento económico del joven imperio llevaron a Berlín a exigir “un lugar bajo el sol”, es decir, una participación en el reparto del mundo colonial y una mayor injerencia en los asuntos europeos; empero, para los tres grandes —Inglaterra, Francia y Rusia- Alemania era un recién llegado, una especie de advenedizo ávido de expansión y urgido de mercados para los productos de su pujante industria al que no iban a conceder a las buenas lo que pedía. Es por ello que, a la par que se lanzó a la conquista de los pocos territorios aún no colonizados de África y Asia. Alemania concertó una alianza militar con Austria-Hungría, en 1879, coalición a la que ingresó en 1882 Italia, conformándose la famosa Triple Alianza. Y con el fin de completar el aislamiento de su temido enemigo francés, el canciller Bismarck logró suscribir, en 1887, un “tratado de reaseguro» con San Petersburgo. Con los ingleses marginados de la política europea, confiados de su enorme superioridad naval y de sus vastas posesiones, Alemania consolidó su posición y se perfiló como la potencia dominante. No obstante, el sistema de alianzas tan cuidadosamente elaborado por Bismarck no resistiría mucho tiempo sin los bue-nos oficios de su inspirador, el cual dimitió de su cargo en 1890. Ese mismo año, el nuevo kaiser, Guillermo II, decidió no renovar con Rusia el pacto de 1887, oportunidad que fue rápidamente utilizada por Francia para romper el cerco diplomático alemán y establecer con el zar, en 1894, un tratado militar de asistencia recíproca. Empezaba a edificarse el bloque rival de la Triple Alianza que obligaría a Alemania a batirse en dos frentes en caso de una guerra.
Si bien los poderes tradicionales miraban con preocupación los avances germanos y comenzaban a tomar las primeras medidas para enfrentarlos, los grandes imperialistas no estaban exentos de fricciones entre sí. Gran Bretaña chocó con Francia en torno a Egipto, Sudán y Tailandia, y con Rusia por Afganistán y Persia; a su turno Rusia estaba en permanente discordia con Inglaterra debido a la oposición inglesa a que la flota del zar controlara el Bósforo y los Dardanelos, única salida al Mediterráneo desde el Mar Negro. Todos miraban con recelo la penetración alemana en el tambaleante imperio otomano y la amenaza austríaca sobre las naciones independientes de los Balcanes. En vista de la determinación del kaiser de iniciar un espectacular programa naval con vistas a desafiar a la flota británica y teniendo en cuenta problemas que le acarreó la guerra de África del Sur (1899-1902), Londres comenzó el nuevo siglo abandonando su actitud de relativa neutralidad. Así, en 1902 firmó con el Japón una alianza militar y, lo más importante, en 1904 creó con Francia la «Entente» Cordial, en virtud de la cual las dos potencias arreglaban sus desavenencias coloniales y afirmaban su amistad. Ese mismo año, en el Extremo Oriente estallaba la primera confrontación bélica entre dos países imperialistas, el Japón y Rusia, a causa de su disputa por Manchuria y la península de Corea. Cuando todavía no había culminado la lucha entre japoneses y rusos, se producía un grave incidente en Marruecos. El emperador alemán, en un acto insólito puesto que Marruecos pertenecía a la zona de influencia francesa, desembarcó Tánger, el 31 de marzo de 1905, y expresó su apoyo a las aspiraciones libertarias de los nativos. Sin embargo, Londres cerró filas alrededor de los galos y Alemania hubo de resignarse a ver frustrada su maquinación para desbaratar la Entente.
La senda de la guerra
En agosto de 1907 Gran Bretaña y Rusia suscribieron un pacto que además de unirlas en lo militar resolvía sus controversias territoriales en Persia y Afganistán y creaba, de hecho, una réplica de la Triple Alianza acaudillada por Berlín. A partir de entonces Alemania justificaría su veloz carrera armamentista con el cerco que Francia había conseguido tenderle.
Aprovechando la debilidad de Rusia debido a su derrota en el conflicto con el Japón y a la revolución ocurrida en 1905, Austria-Hungría decidió anexar, en octubre de 1908, las provincias de Bosnia y Herzegovina que hasta ese momento habían pertenecido al menos nominalmente al imperio otomano. El zar tuvo que soportar esta humillación que fortalecía la posición austríaca en una región que lo rusos consideraban su zona natural de expansión y que les era vital si deseaban controlar algún día los estrechos turcos. De igual modo, los serbios y demás pueblos sudeslavos resintieron el golpe y redoblaron sus actividades contra la monarquía dual. Y mientras el polvorín balcánico amenazaba con estallar, de nuevo Marruecos sirvió de escenario para otra prueba de fuerza entre Alemania y Francia. Esta vez fue una cañonera germana la que creó el problema en la ciudad de Agadir con su intervención para “proteger intereses alemanes». Pero en esta oportunidad los alemanes consiguieron ciertas compensaciones a cambio de reconocer el predominio francés en Marruecos: París cedió a Berlín una franja de territorio en el África Ecuatorial. Entre tanto, Italia, que hasta ese momento sólo poseía algunas regiones cerca de Etiopía, entró en guerra con el moribundo imperio, turco y le arrebató Libia y las islas del Dodecaneso. Con los otomanos ocupados en defenderse de los italianos, Bulgaria, Serbia y Grecia se lanzaron contra Turquía, la cual tuvo que ceder buena parte de sus territorios en los Balcanes. A esta primera guerra balcánica siguió de inmediato otra, en la que se enfrentaron los países victoriosos por el reparto del botín y en la cual Austria intercedió para evitar que Serbia ampliara sus dominios y hallara una salida al mar, todo ello sin que Rusia pudiera sacar partido alguno del embrollo. Es así como en los Balcanes se concentraron inevitablemente las contradicciones entre los dos bloques, representados por Austria y Rusia, las dos potencias más atrasadas y vulnerables de las coaliciones imperiales.
Cuando se produjo el atentado de Sarajevo, el conflicto entre los poderes imperialistas había llegado ya su punto culminante, y este o cualquier otro incidente hubiera servido para generar el incendio que se había logrado impedir en las dos crisis marroquíes, las dos guerras balcánicas y otras situaciones prebélicas. Esto, independientemente del papel jugado por tal o cual personalidad, o del carácter del emperador Guillermo II o del zar Nicolás II, que algunos historiadores todavía se empeñan en señalar como causas principales de la conflagración.
Se inició hace cien años la Primera Guerra en la que participó, de una forma u otra, la mayor parte de las naciones y que tuvo como escenarios la totalidad de Europa y el Medio Oriente; durante la cual perdieron la vida nueve millones de combatientes y 21 millones quedaron heridos, y que costó a las partes beligerantes algo más de 200.00 millones de dolores. La contienda marcó el derrumbamiento de las tres más grandes monarquías de Europa: las de Rusia, Alemania y Austria-Hungría, y contribuyó considerablemente al triunfo de la revolución bolchevique. El mapa de Europa cambió y surgieron a la vida independiente países como Polonia, Yugoslavia, Checoslovaquia, Finlandia y otros. En fin, se sentaron las bases económicas, políticas, sociales y militares para el estallido de una segunda guerra mucho más prolongada y sangrienta que su predecesora de 1914.