Torres del Paine
Foto:
Estilo de vida Viajes

Las Torres del Paine, un Viaje hacia el fin del mundo

Diners visitó una de las áreas silvestres más protegidas de Chile, famosa por sus enormes macizos de granito, sus lagos turquesa, sus glaciares imponentes, y por ser, además, el escenario de dos de los circuitos de trekking más apetecidos del mundo.
Por:
mayo 6, 2025
Comparta este artículo

Una de las cosas que más me gustan de viajar es contrastar los conceptos, imágenes y descripciones que se leen e investigan a priori sobre el destino en cuestión con la percepción que uno mismo se hace cuando llega al lugar. Al planear el que sería mi primer viaje a la Patagonia se me atravesó repetida, casi sistemáticamente, un concepto para referirse a este gigante austral: “salvaje”. La Real Academia Española (RAE) define como salvaje a un “territorio no cultivado o no colonizado”, definición que encuentro absolutamente simplista en cuerpo y espíritu, por no decir pobre y profundamente capitalista. Una definición muy propia de la modernidad (la categoría), en la que todo pasa por su relación utilitaria, transaccional y para el provecho material del hombre occidental. 

Me niego a aceptarla. A este territorio “salvaje”, según ellos, prefiero llamarlo feroz, indómito, de belleza casi agresiva, hasta el punto de ser casi insoportable, por contradictorio que parezca. La Patagonia chilena es vasta, compleja, implacable, hermosa y, ante todo, inolvidable.

Después de un recorrido por la región de los Ríos de Chile y de pasar por su inmensa variedad de paisajes, volcanes, lagos, cascadas y bosques, que dan para otro artículo, era el momento de dirigirme al destino que impulsó el deseo de viajar desde el comienzo: las Torres del Paine.

Donde comienza la aventura

El Parque Nacional Torres del Paine es una de las áreas silvestres más protegidas de Chile, famosa por sus enormes macizos de granito, sus lagos turquesa, sus glaciares imponentes, sus valles y ríos, y por ser el escenario de dos de los circuitos de trekking más apetecidos del mundo. Si le preguntan a un chileno, es probable que les diga con orgullo que este es el lugar más hermoso de su país, y yo no soy quién para contradecirlo. Y ahora mucho menos.

Para llegar allí, primero tenía que llegar a Puerto Natales, ciudad en la región de Magallanes y puerta de entrada más cercana a este parque nacional, catalogado como la octava maravilla natural del mundo. Quise llegar en tren, obvio. Ya saben, por aquello de la canción Tren al sur, de Los Prisioneros. Haciéndole caso a alguien que alguna vez me dijo que no hay nada como un cliché bien ejecutado, pensé que esta era la oportunidad perfecta para desplazarme a mi destino con banda sonora premeditada y clichesuda. Pero la Patagonia no entiende de clichés y, además, se los pasa por la faja.

Yo quería mi tren al sur, pero la Patagonia es otro nivel de sur. Tanto así que no solo no hay tren que llegue allí, sino que acceder por carretera desde lo que ya es considerado “sur” en Chile (es decir, ciudades como Puerto Montt o la bellísima Puerto Varas, donde me encontraba) puede tardar hasta veintiséis horas, con una pasada fronteriza por Argentina.

Otra opción era ir desde Puerto Montt hasta Puerto Natales en ferry, a través de lo que se conoce como la “ruta de los fiordos patagónicos”, que dura entre tres y cuatro días. Un viaje soñado, eso sí, pero con varios días y varios ceros más de los que tenía presupuestados, así que finalmente me decanté por el avión.

La llegada a Puerto Natales me dejó fría, literal y figuradamente. El viento helado y la lluvia recia de esa mañana gris no parecían recordar verano alguno, a pesar de estar en febrero, y en mi mente catastrófica amenazaban con comprometer cualquier esperanza de visibilidad de las anheladas Torres del Paine. Mi cabeza recreó un solo drama interno, digno de miniserie gringa, hasta que llegué al hotel, donde Óscar, un colombiano enamorado del sur de Chile y del trekking que estaba a cargo de la recepción, me tranquilizó al asegurarme que el pronóstico para los próximos días era positivo: las nubes tenían altas probabilidades de dispersarse y el sol no parecía negado a asomarse. Había esperanza.

Así que después de un baño caliente, decidí relajarme y recorrer Puerto Natales con sus casas coloridas de madera, mientras el viento intentaba levantarme. Paseando por la costanera de la ciudad que bordea el mar pude ver que la marea había arrastrado hasta allí el cuerpo sin vida de un pingüino y un par de aves marinas se lo peleaban con ansias. “¿Un pingüino flotante? De verdad estoy casi en el fin del mundo”, fue lo único que atiné a pensar, casi con la conciencia de una niña pequeña de alma tropical.

Un recorrido hacia el fin del mundo

Al día siguiente decidí embarcarme desde el muelle pesquero de la ciudad, en una navegación corta pero sustanciosa para conocer los glaciares Balmaceda y Serrano, ubicados en el también cercano Parque Nacional Bernardo O’Higgins, el más grande de Chile. Debo admitir con algo de vergüenza que no le tenía mucha fe al plan y que me anoté más por matar el tiempo que por conocimiento o pasión real. Cuánto me hubiera arrepentido de no haberlo hecho.

La navegación a través del fiordo Última Esperanza es sencillamente espectacular y deja en absoluta evidencia el origen y la razón de su nombre. En 1557, el explorador español Juan Ladrillero estaba buscando una ruta para encontrar el estrecho de Magallanes desde el Pacífico hacia el Atlántico por este territorio agreste que, a pesar de haber sido navegado durante milenios por pueblos originarios nómadas, como el pueblo kawésqar, para el hombre blanco eran el laberinto mismo del fin del mundo. La misión se estaba tornando imposible intento tras intento. Desesperado, Ladrillero se aventuró por estos fiordos como la “última esperanza” de lograr su cometido y por fin la proeza fue exitosa: llegó a Magallanes. 

Este corredor marino es grande en belleza y en biodiversidad, y resulta muy impresionante por ser un paisaje producto del avance y retroceso de grandes áreas glaciares hace aproximadamente unos 19.000 años.

La bajada de temperatura que maldije el día anterior había traído consigo una nevada nocturna que dejó como resultado una serie de picos nevados en altura y, por tanto, unas vistas impresionantes a lado y lado del fiordo. Durante el recorrido en el ferry se nos aparecieron, además, una familia de leones marinos y otra de cormoranes, mientras saltábamos entre glaciares colgantes con caídas de agua al mar y bosques patagónicos. “Si no logro ver nada más, me doy por bien servida”, fue lo primero que pensé al volver al hotel, sin saber que todo jugaría a mi favor los días por venir.

Al día siguiente, tomé el transporte para llegar al Parque Nacional Torres del Paine, que está a una hora y media de Puerto Natales. Paine significa ‘azul o celeste’ en mapudungún, lengua del pueblo mapuche, y desde la lejanía comienza uno a entender a qué se referían.

Cuando desde la carretera empecé a vislumbrar este macizo independiente de la cordillera de los Andes, situado en plena estepa patagónica, se me comenzó a acelerar el corazón por lo que tenía delante y les fui avisando de a poco a mis músculos para que se prepararan porque se nos venía un reto grande. 

Vea también: Barú, un viaje hacia la joya natural del pacífico

Dos de los circuitos de trekking más apetecidos del mundo están dentro de este parque: el circuito W y el circuito O, por la forma en que trazan sus respectivos recorridos dentro del mapa. El circuito W, el más popular por su nivel de dificultad y el tiempo que requiere, es de unos 72 kilómetros en total y suele hacerse entre cuatro y cinco días, mientras que el circuito O, por su parte, tiene 112 kilómetros y se recorre entre ocho y diez días. Ambas travesías prometen paisajes inolvidables a través de bosques, glaciares, lagos de diversas tonalidades de azul, todo enmarcado por picos y cerros, como los famosos cuernos, el cerro Paine y, por supuesto, las legendarias torres. Además, se pueden avistar cóndores, guanacos y hasta pumas en estado silvestre.

Pero también existen otras formas de conocer los “grandes éxitos” del parque, si la idea de caminar por días no resulta llamativa o no es una opción viable. Así como se puede alquilar un automóvil y transitar por las rutas internas del parque, hay varios tours guiados que permiten circundarlo y disfrutar de varios miradores que captan la belleza del lugar. De esta manera es posible ver, por ejemplo, el lago Pehoe, el único navegable del parque y que sobresale por un turquesa arrollador; el legendario glaciar Grey y los miradores de los cuernos, del francés y del lago Nordenskjöld, con sus caídas de agua torrentosas. Las vistas, les prometo, son algo que mueve fibras que uno no imagina tener tan vivas.

Sin embargo, venir hasta aquí merece al menos una caminata inolvidable, una joya de la corona por retadora que sea. Y esa sería, sin duda, la subida al mirador Base Torres. Para llegar allí y pararse con la boca abierta frente a estas tres estructuras de granito que se elevan 2.800 metros sobre una laguna aguamarina, hay que caminar bastante. Son alrededor de ocho o nueve horas en total para recorrer los 22 kilómetros de ida y vuelta del sendero, y aunque no parece ser una distancia demasiado exigente, la subida no es fácil. 

El verdadero reto, una caminata sin precedentes

El principio de la caminata es empinado, firme, decidido y sin muchas distracciones. Dicen que ese es el reto psicológico de la caminata. Unas dos horas después se llega al famoso Paso de los Vientos, donde estos últimos alcanzan una velocidad de 100 km por hora, que afortunadamente no tuve que sufrir, y pude parar a apreciar el valle del río Asencio en todo su esplendor. Poco después se llega al refugio chileno, donde se puede parar a comer, ir al baño, descansar un poco y recargar los termos de agua antes de seguir. La travesía continúa por un bosque de poca inclinación, el cual se puede recorrer a paso relajado mientras se bordean cascadas y ríos y se pasa por puentes colgantes, mientras el cuerpo se recupera un poco.

Después de pasar el último refugio de emergencia, hay un cartel que anuncia la llegada al mirador en 1.500 metros. “Falta solo un kilómetro y medio, ¡ya llegué!”, me dije. Acto seguido, procedieron a reírse de mí los antiguos dioses tehuelches, que conocen como la palma de la mano el trecho que aún faltaba por remontar: una subida empinada e inclemente entre rocas grandes, inestables, astilladas, en la que por momentos se asoman los picos para luego volver a esconderse como una burla cruel. “Tres, cuatro, cinco zancadas en ascenso, descanse y repita”, parecía decir un manual invisible. Las caras agotadas y expectantes de los que suben y las miradas enternecidas de los que iban bajando, todos con una misma palabra de aliento: “Ya casi, ya casi. Un poquito más, que vale la pena”.

Y razón no les faltaba: vale toda la pena. Una vez que se llega al mirador desaparecen tanto el cansancio como el dolor en las piernas, y solo queda espacio para contemplar un espectáculo magistral de la naturaleza, al que las fotos no logran hacerle honor. El aire casi saboreable, el sonido, las texturas a la vez tan etéreas y tan agrestes, la sensación de pureza y la dicha de por fin haberlo logrado y estar ahí viendo cambiar todo de color, de acuerdo con el ángulo de la luz. Por si fuera poco, tres cóndores decidieron honrar con un sobrevuelo el momento. Sé que hemos manoseado mucho la palabra “espectáculo”, pero esto realmente la merece.

Es difícil resumir tantos días de belleza. Hay que verlo, hay que vivirlo, hay que darse esos regalos de vez en cuando para reconciliarse con la vida y con uno mismo. Hasta dan ganas de llevar a los señores de la RAE, que de seguro nunca han estado allí y por eso no han terminado de entender el verdadero significado de “salvaje”. 

También le puede interesar: Nueva York lidera el ranking mundial de ciudades con más millonarios en 2025

LO MÁS LEÍDO DE LA SEMANA

Hora Local
Cultura

Paso a paso en Rock al Parque con Hora Local

La legendaria banda bogotana Hora Local hizo una aparición especial en el festival Rock al Parque 2013. Un repaso por
vivo en Bogotá
Estilo de vida

A pesar de todo, vivo en Bogotá

El periodista y escritor argentino Sergio Dahbar cuenta por qué escogió a la capital colombiana para pasar su año sabático
Anatomía de una caída, entrevista a Justine Triet
Cine y TV

“Me intriga la complejidad de las parejas”, Justine Triet, directora de Anatomía de una Caída

La directora de cine francesa conversó con Diners acerca de su cuarta película, ganadora de múltiples premios y que la