El Respironauta usa la apnea como deporte pero también como terapia
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Cuando el Respironauta deja de respirar

Conocido como el Respironauta, Lucas Osorio es apneísta y coach de respiración. Su vida siempre ha estado marcada por el ritmo de sus pulmones, como cuando su hermana decidió poner fin a su vida y él exhaló con fuerza para afirmar: “Elijo vivir”. Esta es su historia.
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mayo 5, 2025
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Anoche, Lucas Osorio soñó que un volcán hacía erupción en su ciudad natal, Pereira. “¿Cree que significa algo?”, le pregunto. Dice que no suele pensar mucho en los sueños, pero hay tres muy lúcidos que mantiene casi intactos en la memoria. Uno de ellos ocurrió dos meses después que su hermana Antonia decidiera poner fin a su vida. En el sueño, Lucas está con su papá en un aeropuerto. Antonia pasa cerca, pero, al no hablarse con su padre, lo ignora. Lucas le dice: “Salúdelo”. Ella se detiene, regresa y lo abraza. Luego, lo abraza a él. Y la siente, siente su calor. “Cuando me desperté, estaba llorando”, recuerda.

Mientras habla de ese sueño, Lucas, de 34 años, se quita los zapatos y las medias, se acomoda en el sofá y, con su voz grave y pausada, reflexiona sobre la muerte, la respiración, la enseñanza de respirar y el acto de dejar de hacerlo. Habla de sumergirse en las profundidades del mar y de su propia vida, de cómo creó el Respironauta y su comunidad, conformada por personas que piensan y viven el arte de respirar.

Hoy, es apneísta y coach de respiración. Su meta es superar el récord nacional de aguantar la respiración y, al mismo tiempo, ayudar a otros a comprender ese intercambio de dióxido de carbono por oxígeno, un proceso que suele ocurrir de manera automática, pero que, cuando se controla, puede traer enormes beneficios no solo para el cuerpo, sino también para la mente y el alma, entre estos sanar el intenso dolor de una pérdida como la que él vivió.

Ha pasado un año desde la muerte de Antonia. Lucas está en otra etapa del duelo y ahora puede hablar con más claridad sobre aquel día en que ella eligió partir y él, para honrarla, decidió vivir.

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Antonia no ha dejado de aparecer en sus sueños. No es la única vez que la ha visto en su subconsciente, y lo curioso es que, incluso dentro del sueño, sabe que ella ya no está. No es una ilusión de verla viva ni una aparición para entregarle mensajes; simplemente, está. Quizá porque, como él mismo dice, sus ancestros respiran a través de él. Ella respira a través de él.

Para Lucas, la respiración tiene un antes y un después, cuando por primera vez la encontró, pero para comprenderlo hay que ir mucho más allá.

A Antonio José Osorio, padre de Lucas, le diagnosticaron una grave enfermedad pulmonar al nacer. Los médicos fueron tajantes: no viviría más allá de los once años. Le entregaron una silla de ruedas y le impusieron restricciones: “Usted no puede hacer ejercicio”, “No haga  esfuerzos”, “Mejor quédese en la cama”. Creció bajo el miedo de sus padres, quienes lo cuidaban con la angustia de que en cualquier momento podrían perderlo.

Pero Antonio José nació con una rebeldía natural. Si le decían que no podía montar en bicicleta, allá estaba pedaleando en su pueblo natal, La Virginia, en Risaralda. Su enfermedad lo obligó a faltar muchas veces al colegio, pero encontró otra manera de aprender: se sumergió en los libros.

“Se volvió un explorador incansable de su propio cuerpo y mente, pero siempre con la muerte en el hombro”, cuenta Lucas.

Y como si esto fuera poco, a Antonio José lo secuestraron cuando era adolescente. Su padre, el abuelo de Lucas, comenzó siendo un hombre humilde, pero con el tiempo adquirió cierta fortuna como sanador. Las personas a quienes ayudaba le agradecían con regalos, que él luego vendía, y así creó una próspera compraventa. Hasta que un día, unos hombres armados, con la intención de arrebatarle su dinero, secuestraron a su hijo.

Antonio José y su primo iban por la carretera cuando los interceptaron. Los bajaron del carro y a él le metieron una pistola en la boca. Tenía solo quince años, pero no dudó en enfrentarse a su captor; agarró el revólver, lo apartó y le dijo: “Si va a disparar, dispare, pero sáqueme eso de la boca porque me está ahogando”.

Ese día se lo llevaron. Pasó un mes con los ojos vendados en medio del monte.

“Ese contacto tan intenso con la realidad lo convirtió en una persona inquieta por el conocimiento. Luego conoció a mi mamá, un ser maravilloso, y juntos empezaron a buscar la respuesta a la gran pregunta: ¿qué significa estar vivos?”, cuenta Lucas.

Esa búsqueda los llevó a la meditación. “Esos fueron los padres que me tocaron, los que me permitieron crecer en un entorno donde la curiosidad siempre estuvo presente”.

Cuando eran niños, Lucas y su hermana peleaban con frecuencia. Sin embargo, con el tiempo fueron madurando y enfrentaron juntos una etapa difícil: la quiebra de sus padres. Antonio José, su padre, atravesó una crisis profunda y decidió cumplir un sueño que siempre había tenido: irse a vivir al templo de su maestro zen en Cachipay (Cundinamarca). “Se fue y yo me quedé con mi mamá y mi hermana”, recuerda Lucas.

Poco después, su padre los llamó para que se unieran a él en el templo. “Fue una experiencia impresionante”, dice. Esa vida monástica le dejó enseñanzas que aún hoy lleva consigo. “Uno cree que vivir intensamente significa buscar grandes experiencias, pero en realidad se trata de ver la intensidad en cada pequeña cosa: en la respiración, en la postura, en la presencia, en la concentración”, explica. Sin embargo, en ese momento no lo entendió así y, a los pocos meses, decidió dejar el templo.

A los diecisiete años, llegó a Bogotá. “Fue muy difícil”, admite Lucas. No había terminado el bachillerato, no tenía libreta militar ni empleo. Se las arregló como pudo: trabajó en logística de eventos, vendió arepas rellenas en la calle, repartió almuerzos en Chapinero y buscó oportunidades donde fuera posible. Poco después, su hermana Antonia se unió a él. “Como era mayor, consiguió trabajo. Pero hubo días en los que pasamos hambre o no sabíamos dónde íbamos a dormir”. Aun así, se tenían el uno al otro y fueron su mayor apoyo.

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Hoy, si pudiera contarle a alguien todo lo que siente —los dolores que lo aquejan, la tristeza de extrañarla, la alegría de recordarla— sería a ella, a Antonia. Incluso hoy, cuando algo le sucede, a veces tiene el impulso de llamarla.

El arte de encontrar la respiración

El tiempo pasó y Lucas logró conseguir un trabajo en marketing. “Pensé que eso era lo que quería en la vida: ser jefe, tener una agencia grande y dirigir a muchas personas. Pero cuando estuve ahí, fue horrible”, enfatiza.

Todo cambió el día en que probó ayahuasca. Al principio, era totalmente escéptico respecto a esa bebida, pero un amigo de su padre lo invitó a una ceremonia. Tras varias insistencias, aceptó, más por el cansancio que sentía en su trabajo que por convicción. Tenía unos veintiséis años en ese momento, y aquella experiencia lo llevó a cuestionarse su vida.

Se dio cuenta de que estaba atrapado en un trabajo que no le gustaba, persiguiendo sueños que no eran realmente suyos, mientras el mundo estaba lleno de magia y de cosas difíciles de explicar. Así que decidió alejarse de todo y se fue a vivir a una montaña en Otún Quimbaya, cerca de Pereira, con su perrita. En la loma del frente vivía un chamán que comenzó a guiarlo a través de la medicina ancestral. “Me volví el hippie pachamama que antes despreciaba”, dice entre risas.

Decidió abrir un centro de meditación junto con su padre. “A la gente le costaba muchísimo meditar. Sentar a alguien y pedirle que se quede quieto, en silencio consigo mismo, es una tortura para muchos”, cuenta. Su padre, intrigado por esta dificultad, comenzó a investigar y descubrió a Wim Hof, un atleta extremo que habla sobre cómo la hiperventilación puede afectar el sistema inmune. Indagando más, llegó al método Buteyko, creado por Konstantin Buteyko, que propone exactamente lo contrario: la hipoventilación.

Una noche, mientras Lucas dormía, su padre entró a su habitación y le dijo: “No hables. Solo exhala y luego aguanta la respiración hasta que sientas la necesidad de tragar”. Uno, dos, tres, cuatro… trece segundos. “Mi papá me explicó que esa es una forma de medir qué tan fácil una persona se queda sin aire”, recuerda. Así fue su primer contacto con la respiración consciente.

El Respironauta y el arte de dejar de respirar

Cuando Lucas se sumergió y su mente le dijo: “Salgamos ya de acá, no lo vas a lograr”, miró a un lado y vio la imagen de un amigo que trabajaba enseñando a los adultos a jugar como niños. Aquel amigo había fallecido ahogado pocos días antes. En ese instante, sintió que le decía: “Es solo un juego”. Ese mismo día, por primera vez, su hermana fue su entrenadora de apnea.

Lucas Osorio, el Respironauta, con su hermana Antonia.
Lucas Osorio con su hermana Antonia. Foto. Cortesía Lucas Osorio

Estaban en Dahab (Egipto). Lucas había llegado allí tras viajar por Europa, donde trabajó y aprendió apnea. Las casualidades de la vida lo llevaron hasta el golfo de Áqaba, donde comenzó a inscribirse en competencias y a sumergirse en nuevos mares. Gracias a esto, logró reunir suficiente dinero para llevar a su hermana con él.

Aquel día, la apnea era una competencia amistosa, pero Lucas no tenía quién lo guiara, así que le pidió a su hermana que fuera su coach. Le explicó lo esencial en cinco minutos y, con la guía de Antonia, se sumergió en el mar. “Fue tan bonito que decidimos que queríamos romper el récord nacional de apnea en Colombia”, recuerda. A partir de ese momento, empezaron a entrenar juntos, madrugaban cada día y ella, que era de hacer rituales, armaba un altar con incienso y velas antes de cada práctica.

“Ve, Antonia, ¿no le parece que estamos haciendo mucha cosa? ¿Y si me va muy mal?”, le preguntó Lucas en una ocasión. A lo que ella respondió: “Mire, ellos vienen a competir, nosotros venimos a hacer un ritual, a disfrutar esto”. Así continuaron entrenando con el propósito de superar el récord nacional.

Sin embargo,  Antonia decidió que no iba más. Eligió despedirse en el mar. “Bajó por una boya, se amarró a la cuerda y se dejó ir. Fue algo muy simbólico para mí: mi hermana murió aguantando la respiración”, dice Lucas. En ese momento, él se preparaba para su primera competencia de profundidad, que se llevaría a cabo el día del cumpleaños de Antonia.

Todo el mundo le aconsejó que no compitiera, que dejara de entrenar, pero Lucas entendió que la apnea era parte de su duelo. Así que el día de la competencia bajó, se hundió y se encontró con su hermana. 

“De alguna manera, para mí, sumergirme, aguantar la respiración, es visitar a mi hermana”, dice Lucas y sonríe.

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