Espoleada continuamente por su propia imaginación. Halada hasta los tambores –unos barriles de plástico azul– que pulen durante horas pequeñas piezas de metal en el jardín de su laboratorio de ideas. Elocuente mujer chamán que nació urbana hace treinta y nueve años, pero que recorre libre geografías indígenas. Mercedes Salazar es cosmopolita en un sentido mayúsculo. Se mueve como pez en el agua tanto en Nueva York –donde acude varias veces al año para atender el show room de sus colecciones– como en Tuchín, el pueblo colombiano donde viven los artesanos con los que trabaja aplicando sus conocimientos de diseñadora de joyas a las técnicas indígenas tradicionales.
“Yo no siento que la joyería sea un tema comercial, para mí es un medio de expresión, voy contando lo que me va pasando a través de estas piezas”. El comentario lo hace inclinada sobre una mesa de madera basta, donde una de las treinta personas que trabajan en el taller –ubicado en una casa amplia al norte de Bogotá– martilla monedas de veinte pesos que ya salieron de circulación. Aureliano Buendía podría aparecer en cualquier momento. En otra mesa se perfilan pescaditos, más allá restallan los cinceles. Móntame este en una pulserita azul, que le tomen foto. Estos en cartoncito, aquí quiero una cadena de 90 centímetros de eslabón pequeño y vas ubicando los dijes a 5 centímetros. Esto va en una pulsera de perlas con chaquiras doradas, indica.
El ritmo frenético. Los pedidos internacionales a través de Amazon, las solicitudes de compañías nacionales como La Francol, Marca País, Ford, Proexport, Hoteles Charleston y la demanda cotidiana de los puntos de venta. “Si solamente siguiera haciendo lo que se vende, estaría haciendo corazones escritos. Llevo diez años vendiéndolos, los diseñé un día –que estaba triste– pensando que sería una colección, pero la gente pide y pide. De manera que ya es una referente de la marca, y de accesorios en el mundo. Los copian, con los mismos textos y los venden por miles en el centro. Si no me interesara diseñar, solo haría corazones en plata, bronce, acrílico. ¿Te imaginas?”.
A Mercedes Salazar le está pasando algo diferente desde hace un rato. Ya no busca temas en otras culturas, prefiere mirar hacia dentro. Todos sus sentidos están puestos en el pasado y presente de su país. Quisiera irse a vivir una temporada a Mompox, la tierra de la filigrana en Colombia, para intercambiar talentos: su capacidad para el diseño por las técnicas tradicionales aplicadas en esa joyería fina que repite sin cesar las mismas piezas. Por otro lado, los miércoles por la tarde acompaña el trabajo de la Fundación Teatro Interno en la cárcel de mujeres en Bogotá y ya cuenta con una decena de reclusas embarcadas laboralmente en el aprendizaje y la producción de piezas para Mercedes Salazar Joyería.
Contemplativa y terrenal, la mujer hechicera interviene –a través de un programa de diseño hallado en el computador– las nubes que fotografía fascinada por sus formas infinitas y comparte por Twitter. En junio repartió a manos llenas pulseras de apoyo a la Selección Colombia de fútbol. Las reacciones de uno y otro proyecto han sido contagiosas entre el público. Sin ceder a tentaciones inmediatas (¿un libro, una exposición?), Mercedes Salazar prefiere refugiarse en la cocina y acompañar, embelesada, la habilidad que demuestra su hija Lorenza para ensayar mil y una recetas de cupcakes, el postre que da vida al blog de la quinceañera. Desde el salón luminoso llega –en ráfagas– la quebrada voz de Chavela Vargas: Uno vuelve siempre /a los viejos sitios /en que amó la vida, / y entonces comprende / cómo están de ausentes / las cosas queridas.