El silencio inusual de Machu Picchu es un imán de turistas a una de las maravillas modernas del mundo que a tan solo un día de haber abierto sus puertas, ya tenía 700 turistas en su interior. Pasando toda la Sierra, en el gran cañón del río Urubamba, ya en la vertiente de bosques tropicales que se precipitan hacia la Amazonia, se encuentra este glorioso lugar.
Sin duda es la mamá de todas las ciudades perdidas del mundo, es el verdadero ombligo de América y el corazón del Perú profundo.
Porque el Perú es profundo
No solo por sus ríos que corren por cañones sin fondo, por esa sierra nevada que resguarda un vasto desierto y un mar en permanente desazón, no solo porque todas las aves van a morir al Perú. Es profundo por su raza, por su carácter indígena y mestizo y porque es un país con identidad y en todos sus calles y caminos resuena el eco de su glorioso pasado inca.
Basta con mirar los balcones de las grandes casonas de Lima. De las más finas maderas tropicales, de hasta seis metros de altura, que permiten mirar solo de adentro hacia afuera, estos balcones señalan lo que fue la imponencia de esta ciudad, pues al fin y al cabo el Virreinato del Perú era el verdaderamente próspero y rico en América. Fueron el oro y la plata peruanos los que enriquecieron a España.
Desde la capital hasta Machu Picchu
Durante los últimos años Lima ha recobrado su antiguo esplendor. Prácticamente sin vendedores ambulantes, limpia, segura, con vastas avenidas, amplias zonas verdes, ha vuelto a ser una de las ciudades más bellas de Sudamérica y una de las posibilidades turísticas más interesantes para los colombianos.
Lima es una de las ciudades del mundo donde mejor se come porque son muy numerosos y espectaculares sus restaurantes de comida de mar -a buen precio-, tiene extraordinarios museos, y no exige visa a los colombianos.
Pero dos o tres días en Lima son suficientes. El plato fuerte está a una hora de vuelo, en Cusco, la ciudad más importante del universo indígena americano. Cerca del 30 por ciento de sus habitantes solo habla quechua, y en las montañas y valles que la cercan, el 80 por ciento solo habla esta lengua.
Llegada a Cusco
La Plaza de Armas del Cusco es, sin exagerar, la más imponente plaza principal de cualquier ciudad de estirpe colonial de Latinoamérica. Más imponente que el Zócalo de Ciudad de México. Es allí donde uno se da cuenta, como antes frente a las casonas de Lima, de lo pobre que tuvieron que ser los españoles y criollos que vivieron en La Candelaria de Bogotá o en Villa de Leyva. Toda una ciudad con calles en lajas pulidas y 29 iglesias y una catedral que convierten en capillas a las demás que se conozcan en estos lares.
La imponencia de las casonas, los retablos de oro de las iglesias, el barroco y la imaginería que caracterizan a todos los lugares, son de tal magnitud que si se hace cierto el anuncio que se lee en el aeropuerto:
«Bienvenidos a la ciudad imperial del Cusco». Pero al llegar, hay que descansar dos horas porque se está a casi 3.600 metros de altura y un té de coca y el reposo son fundamentales para empezar la jornada sin sobresaltos ni azares. Siempre es conveniente andar despacio, y no hacer nada que le exija mayor velocidad y pasión al corazón.
La historia de los Incas
Al visitar la catedral o el Museo de Q’oricancha se empieza a sentir uno maravillado pero un poco ofendido. Es que cada templo, cada casa de gobierno, cada palacio, están construidos sobre muros que sostuvieron los grandes templos y monumentos ceremoniales de los Incas. Y allí se observan perfectas las diferencias culturales.
Los muros de los españoles son más burdos y débiles, de bahareque, mientras que los Incas son de piedra negra, en gigantescos bloques perfectamente cortados y pegados, sin cemento, de una manera asombrosamente cerrada. Un terremoto en el pasado siglo tiró al suelo muchos muros españoles y dejó intactos a todos los Incas. Entonces alguien dijo que ahí estaba la diferencia entre la arquitectura de los Incas y la arquitectura de los Inca-paces.
Ante esta magnificencia, de alguna manera duele y hasta hiere que la Iglesia católica en su conquista haya destruido tanto templo, tanto palacio, para erigir sobre sus ruinas los símbolos de su avasallamiento. Fue la ira de los conquistadores que mataron al gran Inca cuando éste arrojó la Biblia al suelo porque obviamente no sabía ni entendía que en ese libro estuviera el Dios que venía a eclipsar a su verdadero dios, que era el Sol que todo lo regía.
Una ciudad hermosa

Las callejuelas, los pasadizos y zaguanes, los vastos corredores columnados, los parques floridos, los grandes hoteles o las posadas en casonas coloniales, todo detalle, todo lugar, hacen que el Cusco sea una ciudad excepcionalmente hermosa y, sobre todo, de una extraña belleza, con un cielo azul de páramo que proyecta una luz de cobre reluciente sobre los vastos tejados que pueblan el valle.
Además, una ciudad organizada como un relojito para el turismo, donde todo funciona, que conserva toda su entraña antigua pero que está conectada al mundo en cada esquina por una tienda de internet.
La llegada a Machu Picchu
Por fortuna los españoles nunca supieron que existía la ciudad de Machu Picchu. De haberla descubierto, la hubieran demolido para construir sobre ella sus fastuosas catedrales. Por ello está allí, intacta, y así la encontró un expedicionario norteamericano en 1911, cuando se aventuró por el cañón del río de Urubamba. Cada día, más de mil turistas emprenden desde el Cusco el viaje hasta esa montaña vieja de Machu-Picchu.
A las seis y media de la mañana el tren empieza la travesía y asciende y desciende la cordillera en «cremallera», es decir avanzando y retrocediendo, método que lo convierte en uno de los más legendarios y pin- torescos trenes de alta montaña en el mundo. Aceza hasta una cumbre de casi cuatro mil metros de altura y serpentea hasta una meseta de verdes praderas y pueblos de iglesias blancas y chatas y después, por una garganta rocosa desciende en «cremallera» hasta el Valle Sagrado.
Pueblos sagrados
Es un valle estrecho y largo, de pueblos legendarios como Ollantaytambo, Pachar o Chincheros, y el suelo es de verdes maizales, cercado por una cordillera que remata arriba, a casi seis mil metros de altura, en una larga cresta nevada, de imponente fuerza andina.
El tren rueda por este valle de silencio y aire limpios y profundos y comienza a descender por una garganta entre peñascos, de paredes verticales de miles de metros de altura. Deja atrás el frío de los páramos y por la ventana empieza a entrar el vaho de la selva tropical, la humedad de los bosques calurosos.
Hoteles de lujo y gastronomía sin igual
Llega hasta Aguas Calientes, uno de los pueblos más hundidos de América, enclavado allí entre paredes de roca donde solo crecen los líquenes que florecen de amarillo y donde solo se divisan en lo más alto las cimas que pueden ser la morada de las águilas y los cóndores.
De este pueblo que parece un refugio de mineros si no fuera por los numerosos hoteles, lujosos y modestos, que se esconden en sus callejuelas, se empieza el ascenso hasta Machu Picchu.
El bus ronronea durante quince minutos en ascenso vertical, por una carretera que es como una serpiente entre el tupido bosque, y de golpe se llega hasta la cumbre de la vieja montaña. Se supera el peaje rutinario y el porche del hotel adonde llegan los millonarios del mundo directamente en helicóptero, y ahí, a la vuelta de una cuchilla, se tropieza con Machu-Picchu.
Lo difícil que es respirar
No es el corazón el que se desboca ante la ansiedad de la mirada que ve todo aquello. Son los pulmones, el fluido de la sangre, casi la respiración, todo como que se paraliza o arruga, ante lo que surge allí compacto en una suave ladera, encaramada frente a grandes montañas, puntas oscuras, cumbres que entre las nubes son como agujas que desde los Andes atraviesan todos los aires hacia los cielos.
Machu-Picchu, arriba, es como una terraza que se asoma sobre los abismos que apuntan, muy abajo, hacia el río que se enrosca casi 360 grados para erigir a Machu-Picchu como tal vez el lugar que tenga la mejor vista del mundo. Abajo el río, arriba las cumbres selváticas o nevadas, y allá los bosques que descienden hacia la Amazonia.
No podía existir otro lugar más secreto y remoto para construir una ciudad furtiva. Un silencio monumental todo lo rodea, y todo ese universo azul y verde se constituye en un espacio cósmico infinito, uno de los últimos lugares de la Tierra donde todos los horizontes son libres pero imprevisibles.
La ciudad intacta

Como la vieron hace más de quinientos años sus habitantes. Sus terrazas panorámicas. Sus infinitas escaleras. Sus terrazas, urbanas, de cultivo. Sus callejuelas. Sus plazas de ceremoniales. Su plaza principal. Su templo al Sol.
Las construcciones de piedra que señalan los puntos cardinales. Su recinto para la medición de las cosechas y el clima y el viaje de los astros. Las casas de los príncipes. Las casas de los agricultores y artesanos. Todo compacto, sólido, donde sólo faltan los techos para que esté la ciudad en perfecto estado.
Vigilados por las cumbres y selvas en Machu Picchu
Es como un pequeño Manhattan enclavado entre la selva, en lo más alto de las montañas andinas. Por un instante, al cerrar los ojos, uno se imagina el movimiento, la vida de la ciudad, el discurrir humano en esta espléndida pero estrecha ciudad de piedra perdida en las cumbres.
Tuvo que ser como la diminuta Nueva York del pueblo Inca, donde una breve multitud medía el tiempo, trabajaba la piedra y miraba el Sol y la Luna desde el lugar más cercano a las estrellas. Durante un día entero allí, pasa la lluvia, sale el sol, vuelven los aguaceros, atraviesan las nubes, resplandece la ciudad primero de blanco y después de amarillo. Es como si sucedieran muchas cosas, como si el mundo cambiara a cada instante. Pero todo sucede en silencio, bajo la inmensa soledad de las cumbres y las selvas.
Si París merece una misa, si Nueva York es La Ciudad y lo demás es Villa de Leyva, mirar y caminar durante un día por Machu Picchu es una de las experiencias más memorables a importantes de la vida de cualquier ser humano.
Adrenalina pura
En un mundo en que las ciudades son más que todo centros comerciales y restaurantes con la misma comida, es allí en esta montaña vieja donde queda una de las últimas oportunidades para uno asombrarse, para respirar con emoción, para sentir admiración y ternura, para buscar y encontrar uno de los puntos lúdicos y atávicos más extraños y fascinantes del mundo. Las raíces y el eco secreto del verdadero hombre americano.
En realidad, todo el Perú es un territorio especial, donde no es lo pintoresco lo que atrae sino lo profundo lo que subyuga. Hay una cierta y misteriosa belleza en cada cosa, se sienten la mano y la huella del hombre y el paso de la historia y del tiempo. Porque el Perú es verdaderamente profundo.
Afortunados somos los que a última hora cambiamos una semana en una plástica y rosadita y vana ciudad norteamericana para ir allí al Perú vecino, que nos ofrece ámbitos de perturbadora belleza, que alimentan el alma y fortalecen el espíritu.
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