Hay un café en el fondo de Bertrand, la que se cita como la librería más antigua de Lisboa (y del mundo, pues data de 1732). En sus paredes, un mural de Fernando Pessoa, figura recurrente en toda la ciudad y en extramuros. Bertrand nació en el barrio de Chiado, en la calle Loreto; hoy la librería original se mudó, luego del gran terremoto, a la calle Garret, donde se mueve gran parte de la vida viajera lisboeta, con tiendas de diseño, pequeños cafés, verdes terrazas, galerías de arte, dulces de convento y pasteles de nata.
Ahí arranca la aventura, luego de visitar la pastelería Alcôa, fundada en 1957, una de las que más se preocupan por mantener la tradición de los monjes de Císter de Alcobaça y los estudios de las actas de los conventos Santa María de Alcobaça y de Cós, con cornetines y pasteles de nata premiados, así como una parada obligada en Castro para degustar más pasteles de nata de campeonato (los mejores que probamos) y chocolate caliente para acompañar, aunque sea verano y bebamos una taza entre cuatro. Las zapaterías, famosas por su detalle y buen trabajo en cuero y a mano (quedan pocas tradicionales), amenizan la ruta (ahí tienen a Sapataria de Carmo, sobreviviendo).

Un lugar al que hay que ir sí o sí es Manteigaria Silva, con años de tradición (1890). Su dueño, José Tabuaco Branco, le contagió el entusiasmo a su hijo, quien se encarga de las demostraciones de embutidos, quesos y vinos portugueses. El nivel de los jamones es importante: los cerdos se alimentan de bellotas o castañas. Háganse con un buen stock, ya que en esta tienda hay una gran variedad de sardinas, aceites y otras delicadezas de la alacena portuguesa.
En Portugal hay también una especie de culto por imágenes de antaño puestas al día con gracia y elegancia, al igual que por la apuesta moderna que genera ideas, como la tienda de Burel, donde se trabajan no solo textiles, sino también piezas de arte y de decoración para el hogar. A Vida Portuguesa es una de nuestras favoritas, una recopilación de productos de toda la vida que cuentan la historia cotidiana de la ciudad: desde confitería, latas de sardinas con diseños impecables, pastas de dientes, chocolates, textiles, hasta joyería hecha a mano. Eso que sobrevive al tiempo a pesar de la forzada mudanza. La curaduría está a cargo de la periodista Catarina Portas, dedicada a reunir a los mejores y más emblemáticos productores de la ciudad en un solo lugar. El paseo y la compra valen la pena.
Tren al sur, así se vive la experiencia

Escuchamos la canción en la ruta, pero no viajamos en tren. Alquilamos un carro para surcar carreteras muy seguras y casi vacías. Día de semana, hora random, pues salimos después de almuerzo; pensamos que quizá no sea hora pico para que los camiones o viajeros abunden. El primer destino es Portimão (Algarve), base de operaciones que en octubre se muestra más quieta que en otros tiempos del año. Conocida por sus acantilados y la arena fina que refleja el dorado del sol, especialmente en el atardecer.
Praia da Rocha es el balneario elegido, malecón agitado con tiendas de suvenires, otras de diseño y puestos que venden todo lo necesario para acomodarse en la playa por días enteros. Son casi tres horas en carro y, según el alojamiento en el que uno se vaya a acomodar, casi cuatro por las vueltas que hay que dar para encontrarlo. Al ser un destino pequeño, hay calles peatonales que obligan a hacer mil piruetas. Felizmente, en la llegada hay estacionamiento y vista al mar. Recomendamos que pregunten si hay dónde dejar el auto en el hospedaje, ya sea Airbnb u hotel.
Cocina creativa con estrella Michelin

Pese a que ya es tarde y a que es temporada supuestamente baja, hay movimiento y tiendas abiertas. Lugares para comer al lado del mar, algo sencillo y muy portugués del sur. Recordemos que la cocina cambia según la región, y acá el foco es lo marino: pescados enteros asados a la parrilla, frutos de mar, mucho aceite de oliva de la zona y buenos vinos, pues hay una tradicional cultura vinícola en la región.
Un buen lugar para visitar es el icónico Relais & Châteaux Bela Vista Hotel & Spa, un lujoso y renovado palacete ubicado en la misma praia da Rocha, en el Algarve, a unos minutos del apartamento en el cual nos hospedamos. En el hotel funciona el Vista, restaurante liderado por el talentoso chef João Oliveira y reconocido con una estrella Michelin gracias a su cocina creativa, influenciada por los sabores del Mediterráneo.

El palacete nació como Vila Nossa Senhora das Dores en el siglo XIX. Terminado de construir en 1918, fue residencia de un magnate conservero y del corcho llamado António Júdice de Magalhães Barros. Aquí vivió don António con su esposa y sus cinco hijos hasta 1924, cuando se mudaron a Lisboa.
La villa, que fue sede de fiestas inolvidables, todavía conserva esa riqueza arquitectónica que no solo se ve en los muros y azulejos, sino en cada tapiz y pieza de madera. Su readaptación contrasta con la propuesta más moderna de Vista, el restaurante, y el casual de la piscina, Bistró. Sabores marinos acentuados, frescura sureña y buena mano del chef en delicadas presentaciones.

Los fados de un grupo que entretiene a visitantes en uno de los salones privados se filtran por cada rincón del edificio, y entre tonadas melancólicas recorremos las habitaciones y bajamos hasta la cocina, donde João, orgulloso, nos enseña la cava, los cítricos que un agricultor le acaba de llevar. “¿Quieren saber de dónde vienen?”, nos pregunta, y acto seguido nos revela el nombre de la finca, que también es una bodega y que se destaca por tener más de 40 variedades de la especie. Ya nos picó la curiosidad. Y así se teje la ruta para la siguiente aventura.
Rumbo al fin del mundo

Pero antes de entregarnos a los placeres del vino local, arrancamos hacia Sagres (a una hora de camino), el fin del mundo, tierra de surfistas y última morada de Enrique el Navegante, que paradójicamente casi no navegó en su vida, pero fue notable en tiempos de descubrimientos y exploraciones. Por ese motivo los historiadores del siglo XIX llamaron así al infante y duque, hijo del rey Juan I de Portugal.
Su historia la escuchamos en un pódcast en la radio del carro mientras manejamos hacia la fortaleza, el castillo o fuerte de Sagres (sí, así de estudioso resulta estre tramo), donde precisamente se evoca su memoria, allá en el punto localizado más al suroeste de Europa. El Promontorium Sacrum (topónimo original de este lugar) desde la ponta da Piedade hasta el cabo de São Vicente y desde este hasta la playa de Arrifana.
El viento es arrebatador y los acantilados, profundos. Las playas de arena limpia y las aguas nítidas reciben a surfistas que se pelean, audaces, por algunas olas. El viaje vale la pena porque se dimensiona la inmensidad del cabo de São Vicente y las edificaciones que todavía se mantienen en pie: la torre, una muralla que corta el viento, el faro, habitaciones y cuarteles y la antigua iglesia de Nuestra Señora de Graça. La rosa de los vientos también permanece, marcada en el suelo con piedras (43 m de diámetro). Vayan temprano para que el viento no los interrumpa tanto y lo encuentren abierto. Quizá lo ideal sea ir para recibir el atardecer, que la magia ocurre cuando baja el sol.

La ruta a Faro queda para el día siguiente. Con playa incluida. Está también a casi una hora de esta ciudad, con aeropuerto internacional y más movimiento citadino. Alberga edificios de tiempos lejanos, con muros de colores y azulejos que forran paredes. Acá se combina lo artesanal de enclave playero con la oferta de marcas grandes en tendencia y otras tiendas de turismo, como O Mundo Fantástico da Sardinha Portuguesa, una suerte de fábrica de chocolate, pero enfocada en los peces. Hay encurtidas, entomatadas, picantes y tradicionales, algo de atún y bonito, con precios poco ideales, pues al ser tan curado y popular el tema, se disparan (en los supermercados se encuentran latas igual de detalladas), pero hacerse con un par de latas puede ser preciso para el recuerdo o el regalo amigo y familiar.
Un helado de fresa en cono en una mesita de esquina, como esos que hace tiempo no nos permitimos por el apuro, y luego la caminata larga y calurosa, porque a pesar de ser octubre el sol aún quema y golpea. Transitamos por el casco viejo y gótico y llegamos a la plaza Largo da Sé, donde están la catedral (del siglo XIII y reconstruida en el XVIII, inspirada en la capela dos Ossos de la ciudad de Évora), el municipio y el obispado. Luego se desata el laberinto de calles empedradas, pequeño y nada ostentoso, pero con casas cuidadas y arte entreverado.

Recorrer la marina y el Parque Natural de la Ría Formosa completan la visita citadina. Nosotras partimos hacia la playa, a mares de piratas y otra vez acantilados. Y es que a poca distancia de ahí está praia da Marinha, una de las más emblemáticas de Algarve por lo dramático de su paisaje. Solo llegar desde Faro (50 minutos de camino hasta praia da Rocha) y encontrar vendedores con frutas de temporada para aplacar el calor, anticipa una visita bondadosa.
Un mirador que permite la foto precisa, la desconexión completa, y tropecientas escalinatas que llevan hasta el paraíso. Arena dorada entre acantilados de caliza, con arcos naturales que se enmarcan en aguas quietas y transparentes. Aquí se puede hacer senderismo, kayak y hasta alquilar embarcaciones para rutas más largas y dulcemente ociosas. Vayan temprano, porque no es muy grande y se llena rápido.
El regreso es con vino en mano

Se acaba el tiempo y urge el regreso, pero antes de la vuelta a Lisboa, hay que hacer una parada estratégica. ¿Recuerdan los cítricos que vimos en el restaurante Vista? Nos vamos a su encuentro, a una quinta que se perdió en el olvido y que hoy se llama Dos Sentidos, revivida gracias a una pareja que decidió afincarse en Silves (también Algarve) y empezó a sembrar vinos y a desarrollar su pasión por la horticultura.
Hay suculentas africanas, mangos suramericanos, manos de buda y limón caviar en un jardín inmenso, cultivado con amoroso cuidado. La bodega es pequeña, pero ofrece visitas y catas guiadas privadas si se reserva con sabiduría. El momento es preciso para zambullirse en el vino de la zona, adquirir algunas botellas, y descubrir su aceite de oliva y miel. No hay nada que no crezca en esta finca. No hay nada que no florezca en Algarve.

Siguiente y última parada: Lisboa de nuevo. Esto significa un poco más de pasteles de nata, galerías y risas al atardecer. Hay que devolver el carro y regresar. Se activa la nostalgia, la intraducible saudade, incluso ya en el avión.