Noventa y tres años después de su creación, sigue siendo noticia.
Cada treinta segundos, dice una leyenda urbana, se vende un frasco del perfume Chanel No. 5 en el mundo. Esta frase es mucho más que un mero registro del hito comercial que refleja. Resulta toda una sentencia, teniendo en cuenta que confirma el inusitado magnetismo que continúa teniendo el imperio empresarial fundado por Gabrielle Chanel a principios del siglo XX. Para entender la dimensión de esta cita es preciso recuperar las cifras logradas por la genial inventora de moda en 1931: “Coco se encontraba en el punto más alto de su fama, poder e influencia.
Se había convertido en un árbitro de estilo y su look clásico era imitado por millones de personas. Era una de las mujeres más ricas del mundo en ese momento, con un negocio que crecía 120 millones de francos anualmente. Poseía una industria perfumera y de textiles, empleaba a 2.400 trabajadores en 26 talleres diferentes” (del recién editado libro Mademoiselle: Coco Chanel and the pulse of history, de la investigadora Rhonda K. Garelick). Diez años antes se había empeñado en crear su propio perfume basada en similares criterios con los que definía el mundo estético del vestuario que cambió para siempre la actitud de las mujeres: simple, desenfadado y elegante.
En busca del perfumero que entendiera su ecuación, Gabrielle Chanel encontró en Ernest Baux a su mejor interlocutor. Con vasta experiencia en este sector de la alquimia, Baux comprendió el profundo cambio que se avecinaba con la fragancia soñada por la diseñadora.
Recurrió al paisaje de los lagos que se forman en el Círculo Polar Ártico y extrajo la idea del aroma que de ellos emana. Mezcló más de ochenta esencias que incluyeron desde habas tonkas del Brasil, vetiver de Haití, rosa de mayo y, por supuesto, el jazmín adorado por Chanel. La quinta muestra realizada fue aprobada por la empresaria.
Y desde ese momento, el número cinco fue parte de la semilla desde la que germinó el ícono sobre el que hoy descansa el perfume más famoso del mundo. “Para crear una marca de lujo… debe construirse primero un mito”, apuntaba Lipovetsky, teórico de la moda.
Mademoiselle debió intuirlo toda su vida desde que entró, con apenas 19 años, en el entorno del aristócrata francés Étienne Balsan. Demostró lo consciente que fue siempre de contar con una historia capaz de sostener su presente y darle vía libre a su futuro. Durante la vida de pareja que sostuvo durante seis años con el duque de Westminster se encargó de convencer a uno de sus dos hermanos (huérfanos como ella desde niños en un entorno rural humilde en el sur de Francia) de aceptar un palacete como hogar en regalo para neutralizar cualquier intento de la prensa por averiguar sus verdaderos orígenes.
Coco Chanel soñó seguramente y –para ella– en convertirse en la duquesa de Westminster así no estuviera enamorada.
Tenía cuarenta años y había logrado con su inmenso talento volverse una referencia estética indiscutible. El desamor nunca pudo con su fiereza empresarial. Supo apreciar y aprovechar para sus creaciones de moda el mundo “Eton Hall” que vivió junto a lo más granado de la alta sociedad británica. Aceptó años más tarde la invitación que le hiciera Samuel Goldwyn para vestir a las actrices más relevantes de Hollywood.
Aunque en esencia fuera una francesa nacionalista hasta la médula (actitud política que contribuyó a alimentar otro de sus amores más relevantes, el ilustrador Paul Iribe), Coco Chanel comprendió la complejidad cultural de su época y las necesidades de las mujeres. Como su condición no era de filósofa ni de política, su capacidad analítica cobró forma a través de sus siluetas liberadoras, su paleta restringida de colores, sus perlas volcadas sobre la espalda y su actitud determinada.
Y es, sin duda, el perfume del frasco geométrico –creado en 1921– cuya tapa reproduce tanto un diamante como la planta arquitectónica de la Place Vendôme de París, uno de los productos que mejor refleja la ambición y la visión de la emblemática primera mujer de la casa Chanel. Con la salida al mercado del perfume seguirían innumerables anécdotas que, a modo de ladrillos únicos, fueron construyendo el mito.
Las gotas de No. 5 que Marilyn Monroe confesara utilizar, a modo de pijama, para dormir resumieron mejor que nada la intención que todavía reza en la marca: “una mujer, un perfume, un destino”. Las fotografías realizadas por Andy Warhol. El año 1959, momento en el que el frasco ingresa –y se inmortaliza– en el MoMA de Nueva York.
Pero es la era que inaugura Jacques Helleu en 1965 como director creativo de la marca la que sienta las bases para que el edificio del mito Chanel, y su perfume, se erijan como un mundo completo. La visión de este refinado y agudo francés está inspirada en unas palabras de Jean Renoir: “¿Quién es el autor de una película? La pregunta es usual. Personalmente pienso que está muy claro: el autor de una película es aquel que deja una mayor marca en ella”.
No se demoró nada Helleu en demostrar hacia dónde apuntaba su nave. En 1966, le encarga a Richard Avedon el comercial Tomorrow’s women para corroborar la naturaleza indomable de la fragancia estrella. Para ello, Helleu escoge, con la misma delicadeza y precisión que la compañía elige flores para su fragancia, a mujeres que son íconos contemporáneos dotadas de una belleza atemporal. Eso que Coco Chanel había advertido acerca del No. 5: “un perfume de mujer con olor a mujer”.
El director Baz Luhrmann repite en 2014 con una nueva película basada en el ícono. Helleu lo había elegido para que hiciera aquella protagonizada por Nicole Kidman en la que el frasco ni siquiera aparecía. “Se trataba de recrear una visión seductora a través de una mujer que te contagia su aura”, concretaba Helleu. Este año, la elegida, siguiendo este canon (que se mantiene aun cuando Helleu se retiró en 2007), es la modelo brasileña Giselle Bundchen y transmite de manera indescriptible otra de las famosas frases atribuidas a Gabrielle Chanel: –“Una mujer debe perfumarse donde quiera ser besada”.
El cineasta australiano elabora una nueva historia de amor para la inacabada bitácora sentimental de la mujer que inventó la marca Chanel. En ella, una Bündchen emerge prodigiosa de las olas sobre las que surfea para constatar cómo se va el hombre enamorado. Pero esta mujer que representa es tan contemporánea que el guion incluye su triple condición de madre, profesional de alta cilindrada en el modelaje y amante luchadora. Un rol que no pudo ser cumplido a cabalidad por la propia Gabrielle Chanel al no haber tenido hijos.
Sin embargo, es tal su actitud posando para la campaña de No 5 ante las cámaras de Harper’s Bazaar (1937), con vestido largo negro y con el brazo derecho apoyado firmemente sobre la chimenea de su apartamento-hogar en el hotel Ritz, que cualquiera pensaría que hay un significado especial de modernidad acuñado exclusivamente por Mademoiselle Chanel. Una manera de contar la historia y partirla en dos al mismo tiempo.
Como si la existencia evolucionara al capricho de esta fabulosa mujer emprendedora. Una vida que transcurre para todo el mundo y para ella misma paralela a aquella que sucede en la más estricta intimidad donde solo serviría para ser susurrada To my heart I must be true, la letra del musical «Grease» que se susurra en el comercial que dirige Lurhmann este año para Chanel.