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Hora de hablar: así es vivir con el estigma de una enfermedad mental

La periodista Catalina Gallo narra cómo ha enfrentado el estigma de tener una enfermedad mental y destaca la importancia de conversar sobre el tema en medio de esta coyuntura.
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julio 29, 2020
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Ahora más que nunca es urgente hablar de la salud mental y hacerlo de una manera honesta y amorosa para enfrentar el estigma. Afirmo esto no solo por mi condición de paciente –tengo un trastorno bipolar–, sino por lo que se le viene al planeta después de esta pandemia. Instituciones como la Organización de Naciones Unidas (ONU) y la Organización Mundial de la Salud (OMS) le han dicho al mundo que es necesario prestarle atención a la salud mental por varias razones. Entre ellas, el aislamiento social durante las cuarentenas; la cantidad de personas que fallecieron por la pandemia y dejaron unos duelos difíciles de superar, pues no hubo despedidas ni acompañamiento a la hora del deceso; los problemas económicos que muchos tendrán que atravesar, y por estar expuestos de manera permanente a un enemigo, el coronavirus, como si viviéramos en una guerra.

Un análisis de la Academia de Ciencias del Reino Unido publicado en la revista The Lancet concluye que es necesario levantar datos confiables sobre la salud mental de sus ciudadanos a partir de este momento, porque el cambio de vida que ha traído la pandemia puede causar complicaciones en este ámbito.

Estos cambios, de acuerdo con la psiquiatra Victoria Pérez, son de todo tipo: sociales, laborales, económicos, educativos, en la manifestación del afecto y en la manera como percibimos al otro.

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Todos, además, se han presentado al mismo tiempo y afectarán a la mayoría de las personas.

Pérez explica que desde el punto de vista preventivo es muy útil decirles a los ciudadanos que cualquier persona puede ser portadora del virus y que, por lo tanto, se deben cuidar de los demás; sin embargo, desde el punto de vista de la salud mental, no es fácil asumir que cualquiera puede ser un enemigo. A esto se le suma el cambio en la expresión de emociones, como la alegría o la gratitud. Por ejemplo, que ya no estarán acompañadas de manifestaciones físicas, como abrazos o golpes en la espalda.

La psiquiatra asegura que un primer estudio realizado en China con 1.250 personas, reveló que finalizada la cuarentena, el 50 % de las personas tenía depresión y el 45 %, ansiedad. Estos datos son un primer indicador de lo que puede suceder a partir de ahora. Sin embargo, el panorama para enfrentar el problema no es fácil. Pérez explica que, así como no estábamos preparados para afrontar el coronavirus, tampoco lo estamos para atender este aumento en las enfermedades mentales. Por un lado, porque no hay suficientes psiquiatras y psicólogos para cubrir a toda la población. También porque la atención privada es costosa, y por otro, porque existe un estigma.

Como una letra escarlata

En La letra escarlata, novela de Nathaniel Hawthorne, la protagonista debe llevar una letra A cosida en su vestido para recordarles a todos que cometió adulterio. Esta letra se parece a la marca que la sociedad impone sobre los enfermos mentales. El estigma es, según el Diccionario de la Lengua Española, una marca o señal en el cuerpo, o una afrenta o mala fama. Precisamente, muchos pacientes tememos eso en algún momento: que al revelar que tenemos una enfermedad mental seamos señalados por los demás, tengamos mala fama y caminemos por el mundo como si lleváramos una marca cosida en nuestro pecho. Por eso, no todos hablan abiertamente de su condición.

Este estigma genera un círculo vicioso: como no se habla del tema, nadie aprende, la ignorancia es muy alta y mucha gente vive con una enfermedad mental sin saber que la tiene, no pide ayuda y no recibe tratamiento. Así se agrava su situación y no puede llevar una vida tranquila y feliz, motivo por el cual también se le señala.

Estoy convencida de que la manera de romper este círculo es hablando de frente. Yo soy capaz de hacerlo después de vivir un proceso en el que, poco a poco, enfrenté el estigma. El primer paso que di fue entender que yo no soy la enfermedad; yo no digo que soy bipolar, yo digo que tengo un trastorno bipolar. Esta perspectiva no es solo un asunto de lenguaje, sino una mirada que me permite verme como un ser humano completo, sin fracturas, y que, como cualquier persona con enfermedades como tensión alta o problemas de azúcar, requiere medicamentos y atención médica continua.

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El segundo paso fue aprender sobre el trastorno bipolar. Conocer la enfermedad a fondo me permitió ignorar juicios de otros sobre las enfermedades mentales, en particular de los médicos. Durante los quince años transcurridos desde que me diagnosticaron, he sido testigo de varios desatinos de los profesionales de la salud. Una vez llegué a urgencias y cuando la doctora me preguntó por las hospitalizaciones que había tenido, le mencioné mis dos partos y una cirugía. Su respuesta fue “no me diga mentiras, ¿cuáles han sido sus hospitalizaciones por el trastorno bipolar?”. Le respondí que no había tenido ninguna y pareció no creerme.

En otra ocasión, en un chequeo rutinario, el médico preguntó por mis hábitos de sueño, y antes de que yo respondiera, me dijo: “Claro que con todo eso que usted toma, qué va a tener problemas para dormir”. Este médico no sabe lo que un comentario como estos puede hacer en un paciente con una enfermedad mental. Uno de los aspectos más difíciles es lograr que nos tomemos los medicamentos, porque sobre estos existen muchos prejuicios. Si un paciente duda de sus remedios, piensa que son dañinos o que la sociedad lo va a juzgar por necesitarlos, y tiene consulta con este médico, podría dejar su tratamiento. Entonces, viviría una crisis tras otra, porque en muchos casos las medicinas permiten llevar vidas tranquilas y productivas.

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En otra oportunidad llegué a consulta con un médico y cuando le conté que tenía un trastorno bipolar, se sorprendió. “Huy, pero usted está superbién, si viera los bipolares que he visto, terribles”, me dijo. Yo solo sonreí y pensé que, con seguridad, no le ha dicho a un diabético, “si viera los diabéticos que he tratado, son terribles”.

Por fortuna he podido ignorar todos estos comentarios y evitar que me hagan daño o me lleven a dudar del tratamiento. Esto porque he aprendido sobre la enfermedad, a que me informo sobre el trastorno bipolar. Tengo claro que es un desbalance químico en mi cerebro, que hace que mis emociones oscilen y puedan llegar a extremos como una depresión profunda y, con ello, el suicidio, o a una euforia que puede terminar en una manía y salirme de la realidad. La enfermedad no es un problema de mi personalidad.

La escritura

Otra herramienta que utilicé para enfrentar el estigma fue escribir una especie de diario. Así pude conocer mis emociones y sentimientos durante momentos difíciles, es decir, cuando se asoma una depresión o cuando veo que mi ánimo camina cuesta arriba. Esos escritos dieron origen al libro Mi bipolaridad y sus maremotos, que publicó Editorial Planeta en 2016.

Cuando el libro salió, muchos compañeros de trabajo se sorprendieron de que yo tuviera un trastorno bipolar. Jamás había contado que tenía esta enfermedad, porque los psiquiatras me habían recomendado no hacerlo. En su experiencia, muchas veces, cuando los departamentos de recursos humanos de las empresas se enteran de esto, hacen lo posible por salir del empleado. Nunca dirán que esa es la causa del despido, por supuesto, pues sería ilegal, pero como se dice coloquialmente, “le buscan el quiebre”. De hecho, en una incapacidad que tuve de tres días, la médica que me atiende escribió que tenía insomnio y me dijo que lo hacía para protegerme.

Mi caso no es el único. A raíz de la publicación del libro me han contactado muchas personas. Una vez, una mujer me llamó para conocer mi opinión sobre contar o no en su trabajo que tenía un trastorno bipolar. Esto, para reducir su carga de trabajo. Yo solo le conté mi historia, pero la revelación de ella confirmó el estigma: su psiquiatra le dijo que, si lo hacía, podía perder el puesto. Este riesgo no lo tienen quienes sufren migrañas o cualquier otra enfermedad, porque sobre ellas no recae el estigma.

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Por eso, si queremos de verdad enfrentar la pandemia de salud mental que según los expertos se avecina, los médicos, los gobiernos, los psiquiatras, los pacientes que así lo queramos, tenemos que hablar del tema. Ponerle la cara al asunto para que la gente pierda el miedo a pedir ayuda. Una atención médica oportuna puede, en muchos casos, evitar un suicidio o un estado psicótico, y con esto no solo salvar vidas, sino ayudar a las familias que rodean a estos pacientes.

La culpa y la vergüenza son dos de los sentimientos más complicados que podemos experimentar los enfermos mentales. También por cuenta del estigma, y cuando estas se experimentan, nadie es libre y muchos viven su enfermedad en silencio. El psiquiatra Carl Jung dijo que la soledad consiste en no poder comunicar las cosas que a uno le parecen importantes o callar ciertos puntos de vista que otros encuentran inadmisibles. Por eso, hablar abiertamente del tema también es brindarles a muchos una mejor calidad de vida y sacarlos de esa soledad que genera no poder hablar con tranquilidad de las cosas fundamentales que nos suceden y que a muchos les parecen inaceptables.

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