La práctica no es nueva, es más bien ancestral y usanza de varios países a lo largo de nuestro continente y del mundo. Bajo tierra suelen cocerse los manjares más intensos, esos que adquieren el sabor del terrior donde se sumergen, de las hierbas con las que se envuelven, de las piedras que les dan calor.
En Colombia, el cocido enterrado
Los enterrados colombianos están definidos en el libro Técnicas profesionales de la cocina colombiana, de Carlos Gaviria, como ese grupo de preparaciones envueltas en hojas de plátano que se realizan bajo tierra y utilizan un proceso de cocción lento en el que los alimentos se cocinan en sus propios jugos.
“Se hacen envueltos –comenta el chef e investigador de la cocina colombiana–, que luego se colocan debajo de la tierra, se tapan con barro y se hacen fogatas encima. Otro característico es el tatuco, en los palos de la guadua o bambú ancho, entre los nudos, en el hueco, se colocan productos como guisos o elementos húmedos y con hojas de plátano se cubren, entierran y prenden brasas más superficiales”.
Los enterrados suelen ser parte de la gastronomía de la Orinoquia y Amazonia colombianas, anota Gaviria. Y uno más que se une al clan es el embarrado, que generalmente se usa para aves. Estas se evisceran mas no se les quitan las plumas, se cubren de barro fresco y encima se prende fuego. Cuando se secan se genera una suerte de horno y al cocerse salen todas las plumas con el barro; así, queda la carne lista para comer.
En Perú, la pachamanca
El sol ferviente de mediodía golpea las viñas de la Bodega 1615, en Pisco (Ica, Perú). Rodeada de desierto y muy cerca del mar, el calor cae del cielo y nace de las entrañas del terroir. En medio, las parras, que recias soportan altas temperaturas, nos cobijamos del desenfreno y al borde de la última hilera se comienza a cocer una pachamanca. Esta es una celebración andina que los migrantes llevaron a la costa y que se adaptó con el tiempo a la región en la que se practique.

En todo el país se rinde culto a la tierra. En Pisco, zona de vientos, pesca y pisco (el destilado), se urde un manjar en un hueco cavado especialmente para recibir insumos locales, cobijado por piedras calientes, arropado por hierbas aromáticas y comestibles, como el huacatay o el chincho, cubierto por mantas gruesas de lana.
Se necesitan algunas horas para que la carne de res, de cerdo, las papas nativas, habas, choclos y camotes, entre otros, se cuezan parejos y pasen a formar parte de una mesa que se anima con salsas de ají y rocoto. Todo guardado por una cruz y flores que cubren el enterrado en señal de gratitud a la abundancia. El festín es en honor a lo que rinde la cosecha. El festejo exige un pago a las montañas, con chicha, con respeto y con noción de que lo que comemos es no solo alimento y buen sabor, sino también bendición.
De la pachamanca a la huatia
Pachamanca quiere decir olla en la tierra en el idioma quechua. Es un plato ligado a la fertilidad y se elabora en un hoyo forrado con piedras previamente calentadas en leña. Al contrario de la huatia, lleva carne, y se ha adaptado a todas las zonas del país (se hace en Áncash, Ayacucho, Huancavelica, Junín y Huánuco), intercambiando ingredientes para convertirse en un plato incluso preparado en la olla (como para evitar la fatiga).

Pero al contenido que da la tierra no lo reemplaza nada. La huatia, en cambio, si bien ocupa un poco del suelo interno donde se realiza. Es más primitivo y una suerte de horno de arcilla que se monta y desmonta según vaya la siembra y el día de fiesta. Se hace en los Andes, se prepara con papas, mashuas, ocas, choclos y habas y se come con uchucuta, salsa hecha en batán que lleva rocoto y hierbas como el huacatay; se le puede agregar maíz tostado o queso, pero sus ingredientes adicionales cambian según la comunidad y la disponibilidad.
Ambas se sirven generosas y son bastante accesibles, sobre todo en restaurantes de cocina peruana y en algunos campestres a pocos minutos de las principales ciudades del país.
México: Yucatán y sus recados
Cuando viajé a la comunidad maya de Yaxunah, aproximadamente a una hora y media de Mérida, sus integrantes salieron a recibirme con vestidos blancos bordados con hilos de colores. Cerca de cincuenta familias integraban el pueblo hundido en el bosque, cuyos árboles frondosos calman el calor que casi alcanza los 40 grados. Ahí se han apañado para establecer una milpa y centro de exhibición.
La milpa es un campo pequeño, un solo espacio que ve crecer en conjunción los cuatro básicos del comer yucateco: maíz, calabaza, ají y fríjoles. Florecen en sintonía y son clave para la alimentación de la comunidad. Algunas cabañas rodean el centro donde se muestra el quehacer diario.
En una mesa a las afueras del comedor principal, Margarita Canuluicab, Eustaquia Chanmetx, María Petronila y Remigia Tequia preparan tortillas a mano. Esas que serán la base y el sostén de suculentos recados (condimentos) que ya se cuecen bajo tierra.
Ollas que guardan delicias
Grandes huecos temporales se cavan para acomodar ollas recias que guardan delicias. Es el comer de recibimiento, de jolgorio y fiesta. Los mayas desarrollaron una técnica ancestral que permite que pavos y cerdos adobados en ollas se cocinen lentamente bajo tierra. Toma tiempo y paciencia, pero para abrazar a la gente querida, no hay excusas.
Acá también entra al juego el batán o molcajete, donde se muelen las especias que formarán los recados que cubren las carnes antes de la cocción. El rojo lleva achiote y su sabor tiene un resultado más redondo, sazona así también la cochinita pibil. Además, se incorpora orégano, comino, canela, clavo, pimienta negra y gorda.

Para la versión negra de este condimento hay chile verde tostado sin semillas, que como va a la brasa pierde el picante, pimienta negra y molle, orégano, cebolla y clavo. Las tortillas ya están listas, los guisos se desentierran, se abren las tapas y el aroma invade el campo lluvioso. Cada bocado es elegante, picoso lo suficiente, goloso, sutil.
Chile y Argentina, el sur de los curantos
En la isla de Rapa Nui, al oeste de Chile, una de las preparaciones más tradicionales es el Umu Rapa Nui o curanto pascuense. Básicamente, es el mismo sistema pachamanquero, pero con las variaciones propias del lugar y el carácter tan especial que la isla le impregna. Se hace un hoyo en la tierra con leña y piedras, respetando una receta de herencia centenaria.
Las piedras calientes se cubren con hojas de plátano. Y sobre ellas se agrega carne de res, de pollo y pescado y se vuelve a colocar una capa de hojas y piedras, para que luego vengan los tubérculos, como el taro o la mandioca. Se cierra nuevamente con hojas de plátano y tierra. Por unas horas el calor se encargará de cocer todo. Mezclar aromas, combinar sabores, crear una armonía oculta que resultará en fiesta en la mesa comunitaria y derivará en el compartir.
No hay una fecha especial para la preparación del curanto en Chile. Viene de la isla de Chiloé y se realiza para ocasiones especiales porque es muy trabajoso. Cuenta la periodista gastronómica chilena Raquel Telias que el pueblo costero williche (mapuche) lo suele preparar, por ejemplo, para la celebración de la minga o del traslado de una casa (literalmente, la mueven sobre ruedas de un lugar a otro), donde colabora la comunidad y a manera de agradecer.
‘Une el mar y la tierra’
Pero hoy también es ya un tema muy turístico. “Simboliza, además, esta antigua técnica que une mar y tierra”. Se construye por capas y se usa todo lo disponible, como choros maltones, almejas, choritos, picorocos, piure, jaiba, centolla, incluso pescados enteros o filetes, costillas de cerdo ahumado, pollo, longaniza, entre otros, que se van tapando con nalca, “una hoja prehistórica, muy gruesa y porosa que resiste y abarca este hoyo gigante”, agrega Telias.
Acompañan el milcao, una suerte de panecillo de papa cruda y cocida con manteca que a veces lleva chicharrones de cerdo, y chapalele, papa cocida con harina de trigo, que se hacen al vapor entre más hojas.
“Es una cocina que se come alrededor del hoyo, y tiene el significado del volver a lo más rústico, auténtico y esencial para el chilote. Se sirve en bandejas. De ahí también deriva el pulmay, que es lo mismo pero en olla y además conservando el caldo”.
Mapuche argentino
Si bien en Argentina la práctica de cocina en piedras y tierra no es tan habitual, en la Patagonia se hace también el curanto. La palabra es mapuche, pero como anota la periodista gastronómica María de Michelis, en Argentina es una tradición araucana que llega del vecino país.
“Se hace en la Colonia Suiza, por ejemplo, en la zona de Bariloche. El procedimiento es parecido al de la pachamanca. Se utilizan cinco tipos de verduras y de carnes, hojas de nalca, hoyo en la tierra, piedras calientes, se cubre con un lienzo y se tapa con tierra y más piedras calientes”. María cuenta que existe otra usanza en el noreste de Argentina llamada la cabeza guateada, en la que se utiliza la cabeza de vaca y se hace bajo tierra.
Es cocina de descarte, porque la cabeza nunca se comercializaba (tampoco hoy) y se come en una suerte de ceremonia de fiesta, no carnaval, sino que tiene que ver con momentos de cosecha, cuando se carnea (se beneficia) la vaca. “Con piedras calientes también se hace la calapurca –agrega–, pero en cuencos, no debajo de la tierra”.

Volvemos a Pisco, Ica, Perú. Las papas que cogemos de la mesa compartida son arenosas, amarillas, su piel se ha reventado ligeramente por el calor y se apilan en una fuente de barro. Las partimos con los dedos, se desarman con gracia, mas no se desmoronan; las sumergimos sin medida ni pudor en una salsa densa de rocoto y queso.
El picante, el sabor a terruño, los trazos de los aromas de las hierbas, la revolución entera de un legado tan nuestro, que se practica con diversidad en el mundo, pero que acá, en Latinoamérica, sentimos mucho más cerca del agradecimiento y del corazón.
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