Habría querido estar desde el primer instante, verla entrar, ver sus ojos, su cadencia. No llegué a las 10 en punto. Es inexcusable. Habían pasado veinte, veinticinco minutos desde el inicio de Tiempo medio, el performance de larga duración de María José Arjona. Varias personas la observaban en la sala oscura del Museo de Antioquia, a la que había que acostumbrar la mirada unos segundos pues la iluminación era un candelabro de tres brazos y la escasa luz del pasillo del museo.
Ella, vestida de negro, hacía un movimiento que se repetiría durante las 24 horas de su acción: rodear una mesa de un extremo al otro, amasar un poco de harina de maíz, hacer una arepa, mirarla con detenimiento y morderla vigorosamente hasta grabar su dentadura en ella; retirarla, caminar lentamente hacia el otro extremo de la mesa, hacer una suerte de ceremonia de adiós de varios segundos, sosteniendo la masa a la altura del pecho, involucrando a cada uno de los visitantes de la sala, al mirarnos con agudeza, y luego, depositar finalmente su huella sobre la mesa.
De fondo, un video con un molino, girando imparable, con un martilleo nervioso, grave, y permanente. Luego, de regreso al otro extremo, acariciando la mesa, por segundos caminando pesadamente hacia ese destino cruel del otro lado. Hacia una conciencia plena del final. O del inicio, el de la identificación, al ser la placa dental el método de reconocimiento del desaparecido.
Bien podría quedarse allí la descripción de una acción simple y repetitiva. Pero sería muy poco. En su lugar, mejor enunciar lo que allí se produce, a nivel emocional. Indudablemente es subjetivo, pero resulta inquietante lo que allí dentro sucede. El ritmo lento, ceremonial, melancólico e inacabable de la artista redefine la noción de tiempo. Cuestiona nuestra impaciencia por la aparente inacción y devela esa necesidad de que ‘algo’ ocurra.
También evidencia lo sencillo que nos resulta salirnos de la escena, olvidar que eso que allí está sucediendo es la muerte misma, esa de la que huimos. Y se convierte en eso que le ocurre a otro. Al entrar varias veces durante el día, y encontrar que la artista continua en su procesión acumulando una placa sobre otra, junto a otra, de repente queda claro que el dolor es algo que se vive solo. Que cada cual siente como algo propio. Ella, al mirarnos profundamente a los ojos a cada uno, nos hace parte del suyo, pero también nos invita a la compasión. De hecho, de cuando en cuando, al cruzar la mirada con algún espectador, este siente que la artista le ofrece su historia y es inevitable ir a recibirla de sus propias manos. Y al tener ese objeto ritual en las manos se siente que la memoria de esa vida ya no se olvidará nunca. Por lo menos es lo que me pasó a mí. Ahora tengo conmigo esa placa que representa el recuerdo de la existencia de otro.