En el siglo XIX, un músico tenía dos opciones: si corría con suficiente suerte, sus obras llegaban al gran público y sonaban en teatros, en iglesias y en capillas. Pero si resultaba no ser tan afortunado, le quedaban, entonces, las tertulias de melómanos, las celebraciones burguesas y las reuniones de cámara de los príncipes y los nobles. Esto, por supuesto, dando por hecho el talento en ambos casos.
Gioacchino Rossini estaba en el primer grupo. Desde pequeño fue un genio celebrado y aplaudido, un niño prodigio que llenaba teatros y provocaba ovaciones cada vez que ponía su música sobre el escenario. Escribió 37 óperas antes de cumplir 40 años, entre las que se encuentran El Barbero de Sevilla, Guillermo Tell y Semiramis, algunas de las más interpretadas de la historia. Compuso, también, un número considerable de piezas vocales y uno no menor de música de cámara.
Los inicios de Schubert
Sin duda fue una estrella. Una figura reconocida en su época y un compositor apetecido por el público. Franz Schubert, por el contrario, estuvo lejos de los grandes escenarios durante la mayor parte de su vida. Sus piezas para piano, sus cuartetos y un buen número de sus sinfonías fueron ejecutadas por primera vez en auditorios reducidos e, incluso, en tertulias organizadas por él mismo a las que sus amigos llamaron ‘Schubertiadas’.
Nació en Lichtenthal, Viena, en 1797. Su papá fue un maestro de escuela que siempre motivó la sensibilidad artística de su hijo, pero nunca tuvo recursos suficientes para impulsarla, sobre todo si se tiene en cuenta que el poco dinero que recibía debía alcanzar para su esposa y sus diez hijos. Schubert comenzó sus estudios musicales como uno de los niños coristas de la Konvikschule, la misma en la que estudió Hayden. Sin embargo, tan pronto cambió de voz y perdió su timbre de soprano, tuvo que volver con su padre.
Fue ahí cuando empezó a componer. Al principio fragmentos de obras, luego partes más grandes que dejaba inacabadas. Finalmente, seguro de su vocación, abandonó la escuela y bajo la protección de algunos amigos suyos, como el poeta Franz Von Schober, se dedicó por completo a la música, sin mucho reconocimiento y sin muchas retribuciones. Compuso ocho óperas, cuatro misas, los primeros lieders, algunas de sus piezas para piano y sus primeras sinfonías.
¿Y Rossini?
Al mismo tiempo, Rossini arrancaba gritos eufóricos al final de sus conciertos, escribía óperas en tres semanas y pasaba meses en palacios de nobles comiendo y bebiendo a cambio de componer para ellos. Schubert, asistió a varios de esos conciertos y se convirtió en uno de esos fanáticos convulsos que hacía estallar las salas en aplausos. Lo tomó como referencia y por varios años, fue una de sus mayores influencias.
Cuentan los biógrafos que, hasta su muerte en 1828, Franz Schubert tuvo contados los meses de prosperidad económica: los que trabajó en Hungría como profesor de música de las hijas del Conde Esterhazy y los que vinieron luego de que estrenara la Obertura al estilo italiano, hecha bajo la influencia rossiniana, su buen humor, su sentimentalismo y sus pasajes enérgicos.
Una unión improbable
Este año, el Cartagena Festival de Música logró algo impensable hace dos siglos: Schubert y Rossini juntos en el mismo escenario, igual de aclamados e igual de celebrados por el púbico. Las oberturas de Tancredi y Otello de Gioaccino Rossini sonaron junto a la Obertura en Re mayor y la Obertura al estilo italiano de Schubert. La Camerata Royal Concertgebouw Orchestra bajo la dirección de Christoph Koncz sirvió de cómplice y el público, igual que los los rossinianos del siglo XIX, igual que Schubert cuando vio a su maestro, estallaron en aplausos.
Presentación de La Camerata Royal Concertgebouw Orchestra bajo la dirección de Christoph Koncz.
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