El mundo le dice hoy adiós al poeta sueco Tomas Tranströmer, nacido en 1931, quien recibió el Premio Nobel de literatura en 2011. En su momento, el premio sorprendió al mundo hispano, donde su obra no había sido tan difundida.
El panorama ha cambiado, y gracias a la labor de su traductor al español, el uruguayo Roberto Mascaró, podemos contar con una selección de su obra publicada en dos volúmenes por la editorial Nórdica.
Si bien en español Tranströmer no fue un fenómeno de masas, su obra nos lleva a lugares universales que superan las barreras del lenguaje y permiten a cualquier lector del mundo sentirse identificado con ella.
A muy temprana edad, Tranströmer fue abandonado por su padre y su cuidado quedó a cargo de su anciano abuelo, quien no solo se convirtió en un padre sustituto sino en su defensor y guía ante el constante matoneo de sus compañeros de escuela.
Tal vez esa temprana experiencia del abandono, pero también del consuelo, es lo que hace que la obra poética de Tranströmer esté conformada por piezas reposadas, conciliatorias, en las que el fin último es la comprensión. La comprensión del otro, en su experiencia cotidiana, como parte de una intimidad doméstica, pero además como parte de un universo muy ancho que es también una melodía en la que el hombre suena tanto a través del canto como del silencio.
Quizás esa inclinación hacia la escucha fue lo que hizo a Tranströmer estudiar psicología y ejercer durante gran parte de su vida en los lugares donde esa comprensión era más necesitada, las cárceles. O quizás lo anterior sea solo una conjetura que nos permitimos para unir al autor con su obra, para comprender esa voz que se alza en sus poemas y que está buscando siempre tender puentes entre los hombres, entre lo vulgar y lo simbólico.
En el año 1990, a los 60 años, la voz de Tranströmer (la voz física, la de su cuerpo) se convirtió en una ausencia: un ictus le paralizó medio cuerpo y le quitó el habla, pero le permitió seguir escribiendo y tocando el piano, pero sobre todo, seguir cuestionando a sus lectores sobre los misterios ocultos detrás de aquellas cosas vulgares y pequeñas que damos por sentadas.
Lo que logra Tranströmer con sus poemas es iluminar los rincones y, como diría en uno de sus fragmentos más hermosos, “Kyrie”: “abrir las puertas de la oscuridad”.