Gérmenes de intuición poética
Pero mientras usted lector no la lea, al igual que cuando se supo, hace dos, tres años, la imagen le será inquietante. ¿Un amor entre viejos? Sin embargo, a pesar de la novedad no es un tema nuevo en García Márquez. Algo de ese amor hay ya en El coronel no tiene quien le escriba, en El Otario del Patriarca y, por supuesto, en el final cronológico de Crónica de una muerte anunciada.
Y no sólo en sus libros: en sus columnas dominicales, García Márquez también había soltado una que otra pista sobre esa clase de amor en el otoño de la vida, en una de las cuales, breves nostalgias sobre Juan Rulfo y sobre sí mismo, descubre fascinado que los amores de Pedro Páramo con Susana San Juan son también amores de viejos. » Me pareció más grande, más terrible, más hermoso si (ese amor) se precipitaba por el despeñadero de una pasión senil sin consuelo».
García Márquez confesó haber llegado a esta conclusión en los tiempos anteriores a Cien años de soledad por pura intuición poética ante una estremecedora lectura de una novela que le cambió la vida: Pedro Páramo. Luego, al intentar adaptarla al cine comprendió sin embargo que en las salas oscuras de los teatros los amores entre ancianos no conmueven a nadie. No conmueven en el cine. Pero en la literatura magistral y con magia y con vida sí: allí estaba Pedro Páramo, según él mismo. Allí está también ahora como prueba El amor en los tiempos del cólera.
Y no sólo es el amor entre ancianos lo que conmueve en su novela. Es la novela misma: meditación nítida y simple sobre la vida, el amor, la vejez y la muerte.
La diosa coronada, el título del amor
Ahora todo el mundo sabe ya, gracias a la novela de García Márquez que aún nadie conoce, que «La diosa coronada» es un vallenato del músico ciego Leandro Díaz. Pero antes, hasta hace unos meses era sólo el nombre con que Florentino Ariza conocía en su corazón a Fermina Daza. Por esta razón le da una serenata de violín solo, en valse: «La diosa coronada». Por esta misma razón es el santo y seña secreto entre ambos, y también quizás por eso mismo hasta el último instante García Márquez estuvo tentado a titular la novela con dicho nombre.
Lo cual tampoco habría sido raro en él, ya que en cierta ocasión confesó que si no hubiera sido escritor habría querido ser el músico ciego que toca el piano para que los enamorados que bailan en la penumbra del bar se quieran más. Sin embargo, quedó allí como testimonio de su fascinación el epígrafe de la primera página: «En adelante van estos lugares ya tienen su diosa coro ida». Quedó igualmente el aire alegre de juglar amores imposibles que impregnan todas las páginas de la novela. Amores de juglares v boleros
¿A qué se parece entonces? Le interrogan a los pocos privilegiados que han tenido el privilegio de haberla ya leído en manuscrito. ¿Es mejor que Cien años? ¿Se parece al Otoño? He aquí, en este tipo de inquietud un equívoco inevitable. Una fatalidad a la que está y estará expuesto siempre García Márquez.
La respuesta es sencilla: no es grandiosa como Cien años, ni abrumadora como el Otoño, ni transparente corno el Coronel, y ni siquiera gana por nocáut como la incandescente Crónica. No. Simplemente es distinta. Y no sólo no se parece a nada de lo anterior —excepto quizá en su inconfundible belleza sino que ni el terrible lastre de sus obras maestras, como tampoco el peso demoledor del propio Nobel parecen haber influido sobre su escritura magistral.
Uno de esos pocos privilegiados, el poeta grande Alvaro Mutis, ha gritado en privado que es la historia de amor más bella que se ha escrito después de Tristán e lsolda. Otro, ha llorado. Otro, el presidente Belisario Betancur, ha comentado públicamente que es una novela rosa muy fina. Otro, que es un manantial de sabiduría. Otro, que es un tratado no sólo sobre el amor sino sobre el delito del amor. Otros han corrido a la calle a finalizar de leerla en busca de alguien quién los quiera. Y otros, en fin, se han atrevido a confesar que la novela es, simplemente, la vida.