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Archivo Diners Cultura

Un idioma llamado bluyin

Más de 125 años después de haber sido inventados comercialmente, los jeans son una epidemia mundial justificada por razones de comodidad, precio y filosofía personal.
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septiembre 27, 2016
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Revista Diners de septiembre de 1981

El espectáculo puede ser provocativo pero no resulta edificante: sobre unas nalgas prodigiosas enfundadas en un pantaloncito caliente se leen las siguientes palabras de bíblico sabor: «Aquel que me ame, que me siga». El patrocinador del discutido aviso es un sacerdote. Pero lo que pretende vender con él no es fe, sino bluyines. La fotografía de las nalgas, del letrero y del rostro del Padre Corrado Catani apareció a mediados de agosto en la revista Time. Ilustraba un informe sobre los curas gerentes, nueva modalidad italiana que mezcla exitosamente los altares y las chequeras.

El padre Cata ni es gerente de una fábrica de bluyines en Urbania, que produce 45 mil pares diarios. Catani no los usa. Él sigue siendo cura de los de cuello duro y traje negro. Pero, atraídas por el sugestivo trasero, miles de personas que amaron lo que anunciaba el «poster», han resuelto seguirlo. La inspiradora redondez que vende los bluyines de Catani es a penas una de las bombas de neutrones que se descargan semanalmente en la guerra de la publicidad de bluyines. Hace pocos meses la sardina Brooke Shields escandalizó a Estados Unidos con una cuña para los pantalones Calvin Klein. Adoptando una pose digna de inquietar al más zanahoria, la quinceañera actriz confesaba: «No hay nada entre mis Calvin Klein y yo». Después de sus primeras apariciones en pantalla y un par de infartos en provincia, la cuña fue suspendida en muchas ciudades norteamericanas.

También entre nosotros la propaganda de jeans ha contribuido a agitar malas pasiones. Por lo menos las mías, que sentí un reburbujear bajo la camiseta cuando vi el aviso de telas índigo donde aparecía una linda modelo caleña con sus bluyines que se van, se van hasta el blanco, y solamente los bluyines. Otro aviso más reciente anuncia a los jeans Manhattan. Aparecen en la escena un muchacho, una señorita y un caballo. El más vestido es el caballo.

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De Francia a California, vía Alemania

Hace 127 años, cuando un joven alemán con nombre de sociólogo llevó por primera vez a Estados Unidos los pantalones más resistentes y ordinarios que se fabricaban en Europa, nadie podría pensar que los bluyines llegarían a convertirse en la más conocida prenda del mundo. El alemán se llamaba Levi Strauss y apareció un buen día en California ataviado con unos humildes pantalones de los que usaban los obreros franceses a mediados del siglo pasado. Elaborados en «denim», un dril azul que aguantaba hasta gobiernos militares, los pantalones de Levi Strauss fascinaron a los tipos de cogote rudo que por entonces andaban dedicados a sacar oro en California. Al poco tiempo la prenda era popularísima entre pioneros y vaqueros, Levi Strauss había montado una próspera fábrica y el bluyín comercial había nacido para quedarse.

Con altibajos, porque durante muchos años fue mirado con desprecio por las capas medias y aristocráticas, el bluyín llegó hasta nosotros. Hace 20 años era todavía prenda de estudiantes, obreros y, si acaso, tal cual hacendado rico en trance de vestir informalmente. Pero a partir de los años 70 se produjo la explosión del jean. Las cifras no mienten. En 1966 no existía una sola tienda especializada en bluyines en Estados Unidos. Pero en enero de 1971 ya había cerca de 5 mil boutiques que sólo vendían prendas de «denim»: pantalones, chaquetas, faldas, chalecos y hasta carteras.

Hoy son cientos, si no miles, las marcas de jeans que compiten en una guerra sin cuartel por conquistar los traseros del mundo. Hay de todo. Desde la empresa italiana del reverendo padre Catani hasta fábricas chinas que están produciendo durante 24 horas diarias kilómetros de una tela que simboliza la resistente penetración occidental. Hace apenas un mes informaban los cables internacionales que «la juventud china está cambiando el estilo Mao por los jeans». Esto, a mi modo de ver, habla bien de los chinos. Tengo en mi modesto armario una chaqueta abluyinada que compré en Shangai. Ella muestra que la conversión de Mao a Levi Strauss en realidad no empezó ahora, sino hace algunos años. El asunto ha provocado una controversia nacional. El “diario de la Juventud China» dedica copioso espacio a ella. Los jóvenes defienden el bluyín. Los viejos, ortodoxos y envidiosos, lo atacan. No es difícil predecir que los jóvenes acabarán ganando, porque el bluyín no sólo es una prenda cómoda y aguantadora, sino un símbolo.

Dígalo con jeans

¿Símbolo de qué? Verdaderos expertos han tratado de responder a esta pregunta. Stella Blum, curadora del departamento de trajes del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, afirma: «La reciente locura mundial por los jeans es ejemplo de la nueva universalidad y del movimiento que busca romper barreras geográficas, sociales y culturales». Marshall McLuhan, el fallecido pontífice de la comunicación, dijo que «los jeans son un rompimiento y una protesta contra el Establecimiento». Michel Batterberry, famoso historiador de la moda, sentenció: «Los jeans son la única prenda, excepción hecha de los pantaloncillos rojos largos, que han ingresado al folclor norteamericano”. El sociólogo inglés Jack Young explicó: “Al usar las mujeres esta prenda de carácter esencialmente masculino, ceñida y con bragueta, la convierten en un desafío al pudor convencional”.

Uno puede ponerle mucha tiza soscio-sico-sexológica al asunto, pero al final va a llegar a la misma conclusión. Los bluyines tienen éxito porque son duraderos, porque son baratos, porque son bonitos, porque son cómodos y porque tienen personalidad. Es decir, porque dicen algo sobre quien los usa. Cuando Juan Gustavo Coba llega a sus oficinas de Colcultura vestido en bluyines, está mandando un mensaje. Cuando Gabriel García Márquez se aparece en una reunión de escritores con un overol de jean, está contando una historia. Cuando Guillermo Angula acudía a despachar de bluyines en el consulado de Colombia en Barcelona, estaba comentando algo. Cuando Mario Rivera visita una galería de arte enjaulado entre una chaqueta y unos pantalones de «denim», está aventurando una opinión.

El mensaje de Cobo, la historia de Gabo, el comentario de Angula, la opinión de Rivera, tienen que ver con la libertad Y con el anticonvencionalismo. Estadísticamente, se trata de un lenguaje que contradice la realidad. Hoy por hoy deambulan tantos millones de personas ataviadas con bluyines, que resulta paradójico que éste siga siendo escudo anticonvencional. Pero lo es. Y hoy por hoy es tan grande la tajada presupuestal de la publicidad de bluyines, que se produce un constante manejo del subconsciente del consumidor manipulado por todos los padres Catanis del mundo. En este sentido, difícilmente podría el jean simbolizar la libertad. Pero la simboliza.

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Historia de una discriminación

Y hay muchas pruebas de que la simboliza. La primera es la simpatía que el jean despierta entre los jóvenes. La segunda es el rechazo que suscita entre los miembros estirados y tiesos de la sociedad. Hace unos años fui invitado a colaborar con la subasta que se celebró en Cali a beneficio de la lucha contra el cáncer. Me presenté al Hotel lntercontinental con mi mejor atavío: un bluyín recién comprado y una camiseta azul que salía con el bluyín. No podía ser de otra manera. Yo era presidente entonces de Fedayines de Colombia, o sea la Federación de Amigos de los Bluyines. Nunca pensé que un atuendo tan inocente pudiera despertar tanta ira. Al principio no querían dejarme entrar.

Dizque era exótico vestir así. Yo nunca he visto en la calle transeúntes vestidos de smoking, y sin embargo esa noche vi entrar a varias docenas de señores así trajeados. Eso no se consideraba exótico, sin embargo, después, cuando ya había resuelto irme dichoso a cine y al Café de los Turcos, uno de los anfitriones del acto me hizo pasar al salón. En la puerta estaba también Alicita del Carpio, que flotaba radiante entre plumas de avestruz pintadas de rojo.

-Si a mi no me chiflan. no tienen por qué chiflarte a ti -me comentó en voz baja Alicita.

Yo asentí, nos cogimos de gancho. Levantamos la cara y recorrimos olímpicamente el salón entre muchas miradas de sorprendida simpatía, varias de reproche y algunas de franca indignación. Al día siguiente apareció un comentario en la primera página de un diario caleño. El enfurecido columnista preguntaba, a partir de mis bluyines, si a mi «no me inspiraba respeto la sociedad de Cali o acaso me producía urticaria la temperatura ambiente». Yo le contesté humildemente que las verdaderas razones de mi atuendo eran las de que me producía urticaria la sociedad de Cali y me inspiraba respeto la temperatura ambiente.

Después estuve un año trabajando en Cali, la mejor ciudad del planeta. Durante ese año no me desprendí de los bluyines ni una sola vez. Abolí el uso de corbata en » El Pueblo». El uso de los primeros y la falta de la segunda me sirvieron de eterno y feliz pretexto para no ir nunca al Club Colombia. Al final, todos los redactores de «El Pueblo» usaban bluyines y «chiviaban» diariamente a la competencia en forma inmisericorde. Esto me permitió comprobar, como lo presentían Blum, McLuhan y Batterberry, que el pantalón de paño y el corbatín no son garantía de eficiencia.

Inspirado en esta experiencia, me pregunto a veces si no nos irá mejor el día que elijamos un presidente que use jeans.

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