Antes del Papa Juan Pablo II, todos estábamos conscientes de que no era un cónclave cualquiera. En la elección anterior se habían mencionado nombres diferentes de los italianos y se pensaba en la posibilidad de un Pontífice latinoamericano como el arzobispo de Fortaleza, Brasil: Aloisio Lorscheider.
O que el Espíritu Santo señalara un obispo de Roma que viniera de África, corría el cardenal Bernardin Gantin; y se barajaban posibilidades como la de Köening, de Austria, sin descartar la «Iglesia del silencio» que sigilosamente comandaba el primado polaco Stefan Wyszynski. En fin, que la rosa de los papables que manejan los vaticanistas era esta vez más extensa y complicada.
A las puertas de un nuevo Papa
Nos reuníamos en las noches todavía calurosas de Roma en Trastevere, o en la Fiorentina, y gastábamos las horas deshojando esa rosa y escuchando a los patriarcas de la Sala Stampa, que analizaban posibilidades y soltaban nombres como el de Siri el gran conservador, o Benelli el señalado por el papa Montini o Pappalardo que venía con «la fuerza de Palermo». O el mismo Giuseppe Paupini que había llegado a ser papàbile luego de ejercer como Nuncio en Colombia. Pero nadie mencionaba a Wojtyla, o sólo unos pocos, y apenas para advertir que había logrado algunos votos en el cónclave anterior.
Así se cerró la puerta detrás de los ciento once purpurados que entraron «bajo llave» a buscar el nuevo sucesor de Pedro. Nuestra mirada se fijó en la chimenea de la Capilla Sixtina -Fumata nera– en los primeros intentos.
El 16 de octubre, sobre el crepúsculo de Roma pudimos anunciarle al mundo que había acuerdo entre los cardenales. En el Aula Paulo VI seiscientos periodistas les contábamos nerviosamente a nuestros oyentes que la elección había sido difícil; que podía producirse la gran noticia de un Papa no italiano; que el que venía era un Pontífice pastor, que gobernaría luego de la sonrisa de Luciani, y en fin, que una hora después apareció en el balcón central el camarlengo-cardenal Pericle Felici y anunció: «¡Habemus Papam!»: Karol, cardenal de la Santa Iglesia, Wojtyla o Volitiva.
En otras palabras era el mismísimo Juan Pablo II
Y empezó la locura en la Torre de Babel. Que era africano, afirmó de inmediato mi vecino portugués. Que había llegado la hora del continente negro, aseguró un colega español. Yo repetía que nos habíamos quedado de piedra, que el nuevo Pontífice no figuraba en ninguna rosa papable, mientras pasaba las ciento once biografías, sin resultado alguno. Que si era con B o con V…
Hasta que apareció una mano amiga que había estado detrás de la mesa de transmisión, y me señaló: »Es con W, es polaco y se pronuncia Wojtyla (Wojtyla)». Rápidamente busqué la última página, y allí, en una biografía de 27 renglones, nos contaban que había nacido en Wadowice, que era arzobispo de Cracovia, que tenía 58 años y que era poeta, filósofo y ex minero luchador en la resistencia polaca.
Un buen amigo colombiano
La mano amiga era la del entonces obispo auxiliar de Medellín y hoy cardenal Alfonso López Trujillo, amigo personal del nuevo Pontífice quien se había impuesto el nombre de Juan Pablo II.
Sobra decir que aquella transmisión resultó histórica y llena de anécdotas que contó el prelado colombiano durante dos horas hasta cuando asomó al balcón el Papa polaco y saludó en un italiano con mucho acento y advirtió: «No sé si podré explicarme en vuestra… en nuestra lengua. Si me equivoco, corregidme». Y dio su primera bendición Urbi et Orbi en el marco de la noche romana.
Pero lo mejor estaba por venir. Dos días después nos recibió a los periodistas acreditados, y al entrar en la sala resolví, con un colega mexicano, Joaquín López Dóriga, intentar atraerlo con un hermoso Cristo tallado que él había llevado desde su país. Yo le dije: Joaco, tú lo llamas, él viene a la baranda y yo me encargo de lo demás.
Me le arrodillé a Juan Pablo II
Y me encargué de lo demás, que era saltar la barda, agarrarme de la manga de la sotana, tirarme de rodillas para evitar los tirones de la seguridad papal y la guardia suiza, y lograr el primer reportaje a un Pontífice para Colombia y México. Recordó que había hablado mucho de nuestro país durante el cónclave con el cardenal Aníbal Muñoz Duque, y que lo importante era luchar entre todos para lograr la paz sin matarse entre hermano mediante el diálogo.
Le pregunté si era posible visitar Colombia, y me respondió que había prioridades, «pero lo importante no es ir allí sino que todos tratemos de entendernos en comunión en el logro de una paz común, sin derrama: la sangre de los hermanos».
Y luego su primera bendición para Colombia, y después la carrera mía hasta la sala del Vaticano para decir a mis oyentes: «Amigos, los saludo desde Roma, pero esta vez no voy a hablar yo porque es el propio Papa el que les habla». Todo esto ocurrió hace 25 años, el 16 de octubre, cuando un polaco abrió la puerta del Vaticano para luego derribar el muro de Berlín y recorrer el mundo y superar un atentado y seis operaciones y sobrellevar el mal de Parkinson y ser protagonista principal de la historia contemporánea.