Publicado originalmente en Revista Diners no. 388, julio de 2002
La boda del año en Colombia será el próximo 26 de octubre en Cartagena: Connie Freydell y Juan Pablo Montoya. En exclusiva, en Europa, en las afueras de Madrid la Revista Diners entrevistó a la futura esposa del tercer colombiano más famoso en el mundo. “Es brutísimo para parquear”, dice la novia del gran piloto.
Esto de Mónaco es donde hay una cosa de Fórmula Uno, que es una competencia típica de este continente viejo en la que corre un tipo de apellido Senna». De viaje por el principado, eso era lo que a finales de 1996 pensaba de aquella disciplina deportiva Connie Freydell, una joven colombiana que se había ido a estudiar italiano a Florencia. Ahora el asunto es a otro precio. Ahora Connie entiende al dedillo en qué consiste cada circuito automovilístico del planeta. Y todo porque, como la vida da muchas vueltas, hace dos años se convirtió en la novia de Juan Pablo Montoya, con quien se casará el 26 de octubre en Cartagena.
Jamás se le cruzó por la cabeza que el destino iba a llevarla a formar un hogar en Mónaco con una auténtica figura de la Fórmula Uno. Hija del empresario paisa John Freydell y de Beatriz Restrepo, esta mujer que sin ningún esfuerzo habría sido contratada como modelo, de ojos azul chispeante, pecas en el rostro, sonrisa de comercial de Close Up y que el pasado 19 de febrero cumplió 24 años de haber nacido en Medellín pintaba más para trabajar al lado de un senador o un ministro. «La política me encanta, me encanta, me en-can-ta», confiesa con acento de niña bien de Bogotá.
Y es que ha tenido suerte en la vida. «No había cumplido cuatro años cuando nos fuimos a vivir a Miami. Luego, volvimos a Medellín, donde estudié la primaria en el Columbus School y de allí a Bogotá, donde hice el bachillerato en el Nueva Granada», recuerda para después reconocer que le daba «pereza estudiar» y que «era rumberisima». «Me fascinaba ir a fincas con amigos, ir a Harry’s Cantina y a San Ángel. Y los sábados, a Andrés Carne de Res: tocaba. En esa época oía música de Bryan Adams o Madonna», dice con un inglés inmaculado antes de señalar que iba a toros con su novio de entonces, Felipe Rocha, hijo de un ganadero de reses de lidia.
Tan pronto se graduó, Connie decidió irse a Florencia para aprender italiano y algo de diseño gráfico. «El primer mes fui a clases por la mañana y por la tarde. El segundo, sólo por la mañana. El tercero no volví. Con mis compañeros me dediqué a viajar por el norte de Italia y los alrededores. En ese momento fui a Mónaco y vi el lugar donde se corre la competencia de Fórmula, imagínese», dice. De regreso en Bogotá, se matriculó en Derecho en el Externado. «Me pareció una universidad pésima. Había que memorizar todo. Perdí tres materias y me sacaron, por lo que me fui a la Sergio Arboleda, donde me volví aplicada».
¿Y por qué insistió en el Derecho? «Porque como me fascina la política, toda la vida me habían enseñado que la política y el Derecho están ligados. Yo creo que todo el mundo debería estudiar Derecho porque es cultura general», responde. ¿Y a qué políticos colombianos admira y por qué? «A dos», contesta. «Primero, a Álvaro Gómez porque era una persona directa y decía lo que pensaba, y a Álvaro Uribe por lo pacífico, lo tranquilo, lo antioqueño, porque no es politiquero y porque en la Gobernación de Antioquia hizo cosas».
Precisamente cuando estudiaba en la universidad fundada por Gómez, Montoya se le apareció en la vida. «Fue a finales de 1999 en Andrés Carne de Res. Yo estaba con mi novio Juan Carom en una mesita y Juan Pablo se sentaba en otra con un amigo suyo. Mi novio le pidió un autógrafo y Juan Pablo se lo negó. Al poco tiempo, nos volvimos a ver en las mismas condiciones. Entonces mi novio me mandó a pedirle el autógrafo. ‘Óigame, ¿me puede dar un autógrafo, que la vez pasada no quiso dármelo?’, le pregunté. Y él me tomó el pelo. ‘¿Cómo que no se lo di?’, me preguntó y me lo firmó».
Y quedaron flechados. El 2G de marzo de 2000 Connie y Juan Pablo se vieron nuevamente. Se corría la carrera de carts de Homestead (Florida). Ella iba con el novio y varios amigos y lo buscó para otro autógrafo. Y él, según ella, actuó con «suavezura total». Le dijo haberla visto antes, se tomó una foto a su lado e invitó al hermanito menor de Connie a ver carros, llantas y herramientas para así sacarle los teléfonos de ella. El niño cayó en la trampa. «Me vendió», dice Connie, sonriente. El teléfono empezó a sonar, y las cajas de chocolate a llegar. El noviazgo con Jorge Carom tenía sus días contados, al igual que el de Montoya con Natalia, Zurcher.
Después, en julio de 2000, Montoya les hizo una invitación formal a ella y a su hermanita para ver una carrera en Chicago. «Desde entonces no nos volvimos a separar», cuenta Connie. Más tarde, la invitación fue a Vancouver, que se convirtió «en el viaje más largo que he hecho para verlo correr. Volé durante horas desde Bogotá». Y en agosto de ese año, la familia, de Connie se mudó a una casa cómoda en Aravaca, un suburbio al oeste de Madrid, ciudad donde ella está a punto de terminar Derecho en la Universidad San Pablo CEU, que no la seduce porque piensa que el nivel académico no es el mejor.
Montoya, que está afincado en Mónaco, la visita cada vez que puede. En la capital española salen a cenar o comen en casa. En ciertas ocasiones, él se mete en la cocina, una tarea que no se le da nada mal. «Hace las mejores crepes de arequipe del planeta», anuncia Connie. El plan al que nunca se le miden es el de discoteca. A ella le encantaría moverse al ritmo de Carlos Vives o Diomedes Díaz, pero Montoya detesta bailar. «Las únicas veces que hemos salido a rumbear, han sido en julio de 2000 a un restaurante en South Beach que se llama Macarena, yeso porque él me dijo abiertamente que estaba en plan de levante, y luego en Andrés en Bogotá», cuenta Connie. Y no la pisó.
En cambio, montar en moto les enloquece. «Vamos por los alrededores de Madrid y nos metemos por bosques y montañas. Lo que pasa es que últimamente ha sido complicado porque, como yo no alcanzo a tocar el piso, cuando la moto se entierra en el barro Juan Pablo tiene que asegurar la suya, amarrarla incluso y venir a ayudarme», dice Connie. «Por eso le acabo de regalar una cuatrimoto», agrega él en referencia a una de cuatro ruedas.
Los fines de semana de competencia ella no se queda en Madrid sino que va a hacerle compañía. Está junto a él pacientemente. Montoya se queja, sin embargo, de que cuando las cosas no le salen ella no lo consuela. “Recuerdo una vez en que todo resultó al revés. Fui donde Connie a ver si me reconfortaba y lo que hizo fue reclamarme por qué no estaba andando rápido», dice él en tono de cariñosa recriminación. Si Connie no ha estado cerca de él en una competencia se debe a que le ha sido imposible viajar por la distancia.
¿Tiene ella alguna superstición antes o durante las carreras? «Nada. Ni él ni yo. Lo que pasa es que Juan Pablo se tensiona mucho en los momentos previos, y yo entro en un despacho de la Williams donde hay cuatro pantallas. ¿Que si me dan nervios? Pues para eso se inventó el vino tinto», afirma. De la misma manera, asegura que la mayor felicidad que ha sentido en una competencia fue con el triunfo el 16 de septiembre de 2001 en el Gran Premio de Monza. «No puedo olvidar el abrazo que me dio Pablo, el papá de Juan Pablo», advierte.
Connie tampoco puede olvidar que sólo tres días después del triunfo en Monza Montoya la invitó a la isla italiana de Cerdeña, en el Mediterráneo, «para celebrar el cumpleaños de él» que es el 20 de septiembre. «Reservé en el hotel Cala di Volpí, un sitio precioso con un muelle larguísimo donde se filmó una película de James Bond», dice él tras sentarse un momento en la mesa donde se lleva a cabo la entrevista. «Era cerca de la medianoche del 19 y Juan Pablo pidió champaña para festejar», dice ella. «Me pareció raro, y más cuando me dijo que fuéramos a caminar por el muelle».
«Cuando, dieron las 12», prosigue, «me abrazó y me puso en la espalda el anillo de compromiso. ‘¿Te quieres casar conmigo?’, me preguntó. Me quedé sin palabras. Me insistió: ‘Pero contéstame’. Hasta que dije que sí, ¡que obvio!».
Ahora la idea es que Connie termine estudios y que, en lugar de especializarse en Relaciones Internacionales, se dedique a prestarle asesoría a Montoya en su tarea de embajador de buena voluntad de las Naciones Unidas y a impulsar proyectos filantrópicos con las esposas de otros pilotos de Fórmula Uno. De momento, prepara lo que será una boda «de amigos y familiares» en Cartagena.
Al preguntarle qué le gusta de él, contesta que «es como un niño chiquito que puede quedarse horas jugando con el pitillo entre el hielo de una limonada frappé o mordiéndose con los labios la punta de la lengua mientras dura horas ante una Play Station. Acepta que es «muy desordenado» y cuenta que «cocina unas deliciosas crepes de arequipe». Admite que a veces es de mal genio pero no antipático: «Mientras la gente europea y americana lo ama, en Colombia no lo quieren porque esperan que él les rinda tributo». Y reconoce sentirse muy segura cuando él maneja en la ciudad, aunque revela algo verdaderamente insólito de este indiscutible as del volante: «Juan Pablo es brutísimo para parquear».