Como la primera escena de El ciudadano Kane, en la que una cámara nos lleva a los alrededores de una oscura mansión y se detiene en una ventana que luego atravesamos para encontrarnos por primera vez con el misterio de Rosebud. Así, como si la cámara fuera José Saramago, nos plantamos en el tejado de una gran casa en Lisboa de 1952 y la atravesaremos por el cristal de la claraboya para ser observadores invisibles de la vida turbulenta, cotidiana, simple e intrincada de seis familias, junto a un Saramago de 30 años.
Lisboa es para este momento una ciudad pequeña, como un barrio grande que vive en el más evidente atraso de la Europa Occidental, por cuenta de un dirigente que ya cumple la mitad de su mandato a la fuerza y que, como todos los dictadores, es intransigente. António Oliveira de Salazar no solo retrasa el crecimiento de su nación, sino reprime con sangrienta necedad las protestas públicas de sindicalistas, movimientos obreros, comunistas y socialistas.
¿De qué se trata Claraboya?
Claraboya describe una sociedad decimonónica, dice Héctor Abad, quien pudo leer el libro en su kindle, por cuenta de Alfaguara. Esa es otra de las bondades de Claraboya: “Es una novela tradicional y completamente realista, uno se da cuenta muy bien de cómo era esa sociedad (bajo una dictadura reaccionaria) antes de los grandes cambios sociales ocurridos en el mundo entero en la década del 60”, agrega el escritor.
En esa convulsionada nación se estaba gestando uno de los escritores más reconocidos que ha dado cuenta la historia. Antes de sus 30 años, José Saramago, hijo y nieto de analfabetos, ya había escrito este libro y lo había pausado para trabajar en Tierra de pecado, que fue entonces su primera novela. Esa historia sobre la vida en el edificio de Lisboa resultaba compleja por el número de personajes y situaciones que quería plantear; así que la retomó cuando se sintió con la suficiente madurez como escritor para culminarla.
¿Claraboya realmente se publicó tarde?
Es curioso, pero la madurez para publicarla parece haberlo encontrado ya muerto. A pesar de que la terminó y a través de un amigo la envío a la Editorial del Diario de Noticias, la respuesta jamás llegó. Por no parecer inoportuno, incomodar a su amigo o pedir un manuscrito que ni él mismo había entregado, Saramago olvidó todo.
Y todo no hace referencia solo al texto, sino incluso, a su deseo de escribir. Recuerda Pilar del Río, su viuda y traductora, en una conferencia virtual desde España con periodistas de Argentina, Chile, México y Colombia, que en ese entonces, el escritor dijo: “Si no quieren leer lo que tengo por decir, entonces no digo nada”. Y se sumió en un silencio de 20 años nacido de la humillación.
Por fortuna, ese incidente quizás inocente o más bien grosero de los editores, no logró enmudecerlo para siempre. Así como tajantemente se detuvo, con la misma fuerza retomó sus ideas: “Alguien que tiene tanto para decir no puede morir en silencio”, recuerda Pilar.
En el libro se lee a un “Saramago muy buen narrador, pero que no ha desarrollado sus dotes como innovador, que llegarían apenas 20 años después”, dice Abad. Por eso desde ese momento se nota ese necesidad irreductible por decirlo todo, sin mordazas y sin miedos. Este libro es como un grito al gobierno de entonces, y a los de ahora, que dice: “Guardaos tus políticas económicas, nosotros podemos disfrutar de la vida con oír un concierto en la radio”, vuelve a recordar su viuda.
¿Por qué hasta hoy?
Era un día cualquiera de 1989 cuando se afeitaba y recibió una llamada de la Editorial del Diario de Noticias: “Señor Saramago, estamos cambiando de oficina y en el trasteo nos hemos encontrado con un texto suyo titulado Claraboya. Por favor, díganos su dirección para hacérselo llegar, pero queremos decirle que estamos muy interesados en publicarlo”. –No me lo envíen.
En media hora paso a recogerlo-, contestó. Lo llevó a su casa, se lo mostró a Pilar del Río y le dijo varias veces que no quería verlo publicado en su vida, por el recuerdo de esa humillación silenciosa que lo aquejó por tanto tiempo. Sin embargo, dejó abierta la posibilidad de que quien quedara luego de su muerte tomara la decisión. “Si no hubiera querido publicarlo lo hubiera quemado, pero espero no estar haciendo una interpretación tonta”, señala su traductora.
Saramago no volvió a leerlo jamás, pero tenía la certeza de que era un muy buen texto y si un escritor, dado a releer y corregir con una guillotina inflexible, dice eso, es porque no duda de la pulcritud de su trabajo. Así le pareció a Pilar cuando lo leyó por primera vez hace 23 años. Por eso, llegará a las manos de los lectores con unas pequeñas modificaciones del portugués original, para hacerlo coincidir con los estándares internacionales, pero tal cual como fue escrito hace 60 años. “Es una forma de no dejar que los muertos mueran”, sentencia Pilar.
Era una saga
Claraboya se publica como si fuera la primera parte de una saga, la que revela el nacimiento de los personajes que luego van a reaparecen en otras obras, incluida la misma figura del autor. “Hay un joven, Abel, que para mí se parece mucho al Saramago joven; y un viejo, el zapatero, que es el viejo al que aspira llegar a ser Saramago”, relata Héctor Abad.
Ese Saramago contestatario que habló a través de sus personajes contra el régimen Salazarista; el mismo al que la Declaración de los Derechos Humanos le parecía papel mojado al lado de la de los deberes, el que quería encontrar caminos donde cupiéramos todos y al que no le servía vivir bien, mientras escuchara los gritos de los que estaban mal. El mismo que nos ha dejado ver la miseria y la crueldad humana a través de la claraboya de sus palabras.