La poesía de Sylvia Plath está llena de imágenes de montañas dulces que no han sido tocadas por el mar, de moras tan maduras que parecen moscas aguardando en un arbusto, de ruidos de abejas que amenazantes esperan ser liberadas, de hongos, tulipanes rojos y amaneceres azules, de polillas de alas fluorescentes, medusas y vampiros. Y, sin embargo, la imagen que con más frecuencia despierta la mención del nombre de esta poeta es la de su cabeza en el horno, esperando la muerte, mientras sus niños duermen en el cuarto de al lado.
Esta semana, más exactamente el 11 de febrero, se cumplieron cincuenta años de la muerte de Sylvia Plath, de su suicidio, y también de la publicación de ‘La campana de cristal’ (‘The Bell Jar’) en el Reino Unido. Y todavía, cincuenta años después, la idea de la mujer angustiada, sometida a incontables tratamientos siquiátricos, con el corazón roto, depresiva y suicida es lo que antecede su reputación como poeta, lo que me hace preguntarme hasta dónde es más importante la biografía de un artista que su legado.
Su primer libro de poemas ‘El Coloso’ (‘The Colossus’), publicado en 1960, está compuesto de 44 piezas que dejan ver la seriedad con que Plath se tomaba su decisión de convertirse en poeta. Incluye desde poemas narrativos sobre la campiña inglesa hasta una pequeña oda a los hongos desde el punto de vista de un hongo que se pierde en la multitud (desafortunadamente, las traducciones que he encontrado de este último son verdaderamente regulares, sin ritmo y sin alma). Sin embargo es con ‘Ariel’, publicado dos años después de su muerte, que Plath demuestra una madurez sorpresiva: ya no es una niña que camina por la campiña de la mano de su esposo, el también poeta Ted Hughes, sino una mujer perfectamente consciente del alcance de su talento. El libro incluye poemas como ‘Daddy’, en el que trata el tema de la guerra y en donde la narradora, con un complejo de Electra, mata a su padre para liberarse de sus sentimientos de abandono; o‘Fever 103˚’, que habla sobre el fuego del infierno, que condena, y el fuego del cielo, que purifica.
Sobre su novela ‘La campana de cristal’ no hay mucho que decir. Es autobiográfica sí, pero jamás tendrá la calidad, delicadeza o astucia de sus poemas. Es más, llega a ser curioso que la recordemos por esta obra traumática que ni siquiera firmó con su nombre, en vez de recordarla por todos esos poemas llenos de versos que empiezan con un ‘yo’ que reafirma su identidad.
En una lectura para la BBC de ‘Lady Lazarus’, introdujo el poema así: “Quien habla es una mujer que tiene la grandiosa y terrible capacidad de renacer. El único problema es que debe morir primero. Ella es el Fénix, un espíritu libertario, si se quiere. Ella es también, simplemente, una mujer buena, sencilla y muy recursiva”. Como sea que se la recuerde, Sylvia Plath es esta mujer, esta Lázaro que revive una y otra vez con cada lectura de sus poemas.