Mi “primera vez” fue en el año 89, solo dos años antes de que el mundo perdiera irremediablemente la figura de Freddie Mercury, que se encontraba ya en el último tramo de una larga batalla, finalmente perdida contra el Sida, pero que siguió trabajando contra reloj hasta el último momento, y dejando discos memorables.
Para mi, que por entonces solo tenía 11 años, el escuchar esos gloriosos seis minutos de la canción que parecía tenerlo todo, marcaron un hito. Tuve la plena seguridad de que, a través de la música y el arte, todo era posible. Solo así se podían poner juntas una balada maravillosa, una ópera experimental que explotaba en acordes de hardrock, y una letra profunda y reflexiva por el significado de la existencia y la purificación a través de la invocación de algunos demonios. Todo ello envuelto en una atmósfera con un crescendo épico materializado en la sensibilidad única que le dieron cuatro músicos en estado de gracia.
Cuando Bohemian Rhapsody llega a su último fotograma, les aseguro que el sentimiento que tendrán será el mismo: La música y el arte hacen que todo sea posible. Y sólo por eso, merece la pena ir a verla.
Era fácil que una película basada en una vida llena de tantos excesos y anécdotas, que rodearon a una banda tan popular como Queen, levantara tanta expectación. El proyecto largamente anunciado durante muchos años, casi termina finalmente estrellándose por la mala publicidad que hacían los aspirantes a hacerse con el papel del cantante tras leer el primer guion, no parecía haber un acuerdo claro además entre guionistas y los propios ex miembros de la banda de hasta qué etapa de Queen debía abarcar la historia. La perspectiva no mejoró tras el despido del proyecto de su primer director Bryan Singer. Finalmente, el rodaje concluía con el director Dexter Fletcher al mando en su último tramo, y su montaje final y estreno llegaban este mismo año.
Para los que esperan un film crudo, lleno de “sexo drogas y rock” basado más en los últimos años de la vida de Freddy Mercury, la película significará una sonora decepción. En esa línea de hecho, se mueven los críticos más feroces.
En su metraje de más de dos horas, no se entra ligera o explícitamente en debates morales de la bisexualidad del cantante ni se enarbola la bandera de la lucha contra el Sida. Si bien se pasa figuradamente “de puntillas” sobre Freddie Mercury en ese sentido, tal como él mismo planteó en vida (celoso de su intimidad, no quería ser símbolo de nada, solo ser recordado como músico y creador) el guion se centra en desacralizar al cantante como persona, no como artista, y profundizar en los resultados de un temprano éxito, los “tira y afloja” en su relación con su banda, su ascenso a la fama, la soledad auto-destructiva del cantante y finalmente su vuelta y reconciliación con su “familia”.
El drama toma su acento y gana en el terreno, de explorar en la idea de saber a quién aferrarse cuando la miel del éxito empieza a llenar el barco de ratas, y es aquí donde están los mejores aciertos de la película.
Si bien se podrían haber huido de ciertos tópicos y mejorar ciertos aspectos dramáticos, a veces el film carece de cierta profundidad, desaprovechada por ignorar la etapa y escena musical en la que transcurre la historia, el trabajo del actor Rami Malek dando vida al cantante de una forma tan realista, se convierte en la plataforma que sostiene toda la película. Malek resucita a un Freddie Mercury que funciona desde el primer minuto, su buen hacer recuerda a otros biopic recomendables: La Tina Turner de Angela Basset en What´s love got to do it (1993), Val Kilmer como Jim Morrison en la película de los Doors de Oliver Stone (1991) Joaquín Phoenix como Johnny Cash en En la cuerda Floja (2005) o más recientemente a Chadwick Boseman como James Brown, en la infravalorada Get on up (2014) Malek convence en sus diferentes transformaciones mientras pasan fugazmente los años y estilos, enmarcados en las canciones más reconocibles de Queen; la historia solo se detiene para enfatizar en la creación de su álbum A Night at the Opera donde se encuentra el tema que da título a la película.
El diseño de producción bien cuidado, que logra unos efectos especiales realistas y bien medidos (excelente su última media hora recreando el Live Aids) los actores, a veces de un parecido increíble, y el dejar espacio para que suba como la espuma el sentimiento en el espectador, de que perder prematuramente a Freddie Mercury ha sido la desgracia más desoladora en la historia de la música rock, están presentes toda la película. Pero es esa conexión casi mística de canciones de la banda-Malek-Mercury lo que, al igual que un concierto de Queen, arrastra a la audiencia al terreno de la inmediatez y la belleza de la música, y hace que empaticemos con la grandeza y la vulnerabilidad de uno de los showman y las voces más legendarias de la historia, haciendo un triunfo el acercarlo a los espectadores que por su edad u otra razón inexplicable, no conocían la música de Queen o apenas sabían nada del cantante.
“Siempre supe que era una estrella, ahora parece que el mundo está de acuerdo conmigo”, decía Freddie.
Sí, genio. Indudablemente… Lo eras. Lo eres.