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Cultura Música

Beethoven: dolor y gloria

El 16 de diciembre se celebran 244 años del nacimiento de Ludwig Van Beethoven, uno de los grandes genios de la música universal.
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diciembre 1, 2014
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Pocas melodías son tan conocidas en el mundo como el comienzo de la Quinta Sinfonía de Ludwig van Beethoven. Esos primeros y contundentes compases el propio compositor, cuenta la leyenda, los denominó ‘La llamada del destino’. Más de cinco años tardó en componer toda la sinfonía y en los ensayos previos al estreno en 1808 los músicos se mostraron desconcertados con una música tan rara y además se negaron a trabajar con Beethoven, un hombre apasionado como se puede percibir en la iconografía que existe sobre él, pero también impaciente. No era en realidad una persona fácil.

Ese llamado del destino tenía dos caras en su caso, por un lado la inmortalidad de su genio creativo y por otro, lo más doloroso para un músico, la sordera. Y a pesar de eso, logró un lugar definitivo y determinante en la historia de la humanidad, no por la simpatía del público por su estado de salud sino por su obra que supuso una revolución en la expresión artística y en el papel del artista en la sociedad.

Antes de Beethoven, los compositores dependían enteramente de un patrón, generalmente un noble adinerado y aficionado a la música, que los acogía como a uno más de sus sirvientes. El contrato de Haydn con el príncipe Esterházy especificaba cuántas obras debía componer, qué ropa debía utilizar, cómo debía dirigirse a sus patrones a sus invitados y hasta cómo debía comer. Beethoven, aunque también gozó del favor de los poderosos, sabía que su arte estaba por encima de todos y que no tenía que inclinarse ante nadie. ‘Príncipes hay muchos. Beethoven, solo hay uno’ decía él mismo.

Por supuesto esta actitud no le hizo la vida más fácil. Consecuente con esta posición, su genialidad en la creación musical radica precisamente en la capacidad para trascender las ideas y las formas musicales de su época. Quizá debido a la sordera se concentró más en su propio mundo y logró crear un lenguaje tan personal que, aunque vivió en pleno clasicismo, no solo toca los preceptos del romanticismo sino que los traspasa como se puede apreciar en sus últimas obras. Pero esa expresión se corresponde íntimamente con sus propias creencias y vivencias. ‘El artista más independiente, enérgico y sincero que he visto nunca’ dijo el escritor Johann Wolfgang von Goethe.

Como el albatros del poema de Baudelaire, mientras el genio del compositor volaba graciosamente en altas esferas espirituales, su vida en la tierra era torpe, desapacible y muy dificil. Se enamoraba frecuentemente, pero nunca llegó a sostener una relación que le diera felicidad. Por su aspecto descuidado los niños en la calle se burlaban de él y le lanzaban piedras pues lo creían un vagabundo.

Las amas de llaves no soportaban trabajar para él. La sordera lo obligaba a morder un lápiz y colocar la punta contra el piano para sentir al menos las vibraciones del instrumento. A partir de 1818 ningún aparato acústico le ayudaba y tenía que comunicarse por escrito en pequeñas libretas que siempre llevaba consigo y que contienen sus conversaciones y pensamientos cotidianos. Sobre la publicación de estas libretas, el escritor cubano Alejo Carpentier escribió un revelador artículo titulado El Beethoven de cada día en el periódico El Nacional de Caracas en 1952.

Heredero de la tradición vienesa más depurada de Mozart Haydn en su juventud, tuvo un breve encuentro con el primero quien se mostró entusiasmado por las primeras obras de Beethoven. Con el segundo tomó algunas clases pero la ecuanimidad de Haydn chocaba con su temperamento apasionado.

El público europeo empezó a reconocerlo como un gran pianista y un hábil improvisador, y sus composiciones eran consideradas muy audaces. Por esos años aparece la sordera que le crea una increíble angustia. En una carta a sus hermanos dice que quiere morir, pero que el arte y su deber con la creación lo mantienen con vida. La carta nunca fue enviada y es lo que hoy se conoce como el Testamento de Heiligenstadt.

Comienza en esa época una nueva etapa en su creación, de profunda admiración por los principios de la revolución francesa. Su tercera sinfonía la dedicó inicialmente a Napoleón, pues lo consideraba un libertador del pueblo europeo. Sin embargo, se enfureció profundamente cuando se enteró que se había proclamado a sí mismo emperador, y cambió el nombre de la sinfonía por Eroica.

La obra va más allá de las sinfonías de Mozart o Haydn, no sólo formalmente, sino también en su expresión, mucho más intensa y dramática. Es esta una etapa en la que su lenguaje musical es cada vez más elaborado, va madurando y sorprendiendo a sus contemporáneos. Cada una de las sonatas para piano, es diferente de la otra en propuesta formal y expresión. Igual sucede con los conciertos, la música de cámara y las sinfonías.

La última etapa de la vida de Beethoven está marcada por la gloriosa Novena sinfonía, con la que el compositor proclama la alegría que le ha sido tan esquiva, con la oda que Schiller había escrito poco antes de la Revolución Francesa. La oda es un canto a la humanidad y a la hermandad que originalmente se titulaba canto a la libertad, pero el poeta tuvo que cambiar el nombre por razones políticas. Había pasado un tiempo considerable desde la octava sinfonía y los críticos y el público consideraban que Beethoven ya no era capaz de componer. A pesar de la pobre interpretación de la orquesta en el estreno en 1824, el público se enloqueció como en el cuento Las Ménades de Cortázar. Cuenta la historia que hasta la policía tuvo que intervenir.

La ovación, evidentemente, no la oyó Beethoven que estaba concentrado en la orquesta. Solo hasta que alguien le tocó el hombro se dio la vuelta y pudo ver la gente emocionada y aplaudiendo frenéticamente de pie, supo que había logrado lo que se había propuesto años antes, ‘coger el destino por el cuello’.

En los dos años de vida que le quedaban compuso cinco cuartetos que de alguna manera son su legado en la música de cámara y definitivamente son obras maestras, plenas de libertad.

Esa libertad estética que hay en toda su obra que, a pesar de las reglas y técnicas intrínsecas del arte musical y sus momentos históricos, nos sobrecoge en sus melodías, a veces delicadas, a veces triunfantes o profundas, que atraviesan el alma al sonar simultáneamente como en el segundo movimiento de la Séptima sinfonía; en las construcciones sólidas y perfectamente proporcionadas de sus cuartetos; en la personalísima combinación de timbres de los instrumentos de viento que dialogan con los paisajes creados por las cuerdas en las obras orquestales; en la complicidad del violín y el piano en la Sonata a Kreutzer que inspiró una novela a León Tolstoi; en la inusual y misteriosa melancolía del inicio de la Sonata conocida como Claro de Luna; en las posibilidades insospechadas del piano en sus exigentes sonatas y conciertos o en los eternos finales que pareciera se niegan a terminar, en fin, en la belleza, ese inefable concepto que ha generado tantos textos filosóficos pero que sigue siendo indescriptible en palabras, y que nos sobrepasa al escuchar las obras de Beethoven.

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