Publicado originalmente en Revista Diners de marzo de 1981. Edición Número 132
Pues bien: Descartes se había equivocado cuando dijo que el sentido’ común era el menos común de todos los sentidos. O si no. ¿Cómo explicar todo ese alboroto que se ha creado en torno a los llamados «bebés-Nobel»? Ha bastado que Robert K. Graham, un financista californiano, haya creado un «banco de espermatozoides» destinado únicamente a quienes hayan sido laureados con el Premio Nobel en una cualquiera de sus acepciones, para que de inmediato la marmita de la pseudo-ciencia se haya puesto a hervir, desencadenando toda una tempestad de opiniones favorables y desfavorables, a un punto tal que los partidarios de Graham son tratados de “nazis” y sus adversarios de “godos”.
¿Por qué, por ejemplo, la sola evocación de lo que es la itneligencia provoca tantas tempestades? Si algún alquimista del cuero cabelludo propusiera curar la calvicie ofreciendo espermatozoides modernos Absalones o de ondulantes Ofelias, a buen seguro que si iniciativa no levantaría tanto polvo. Por ahí mismo se admite que es posible heredar la fuerza muscular del padre o la belleza de la madre. Pero cuando se trata de la inteligencia-que no pasa de ser una facultad como cualquier otra-surge el escándalo. Querer medirla es ya un sacrilegio. En cuanto a transmitirla ¡qué horror! Para unos, el carácter privilegiado de la inteligencia se ha convertido en una norma sagrada. Para otros la carencia de ella es culpa de la colectividad. ¿Quién tiene la razón? Ninguno.
Para volver al Dr. Graham, este, en un libro publicado en 1970, sentó la tesis de que eran las personas más inteligentes las que más hijos deberían tener. Mr. Graham, que se cree una persona de una inteligencia superior a lo normal, no ha vacilado en aplicar sobre su propia familia su tesis: ¡es padre de ocho hijos!
Su más reciente iniciativa no es por consiguiente sino la consecuencia lógica de sus principios: durante dos y medio años estuvo tocando a las puertas de veintitrés premios Nobel residentes en California.
Uno solo de ellos se negó a recibirlo y cinco aceptaron colaborar en su empeño. Con la ayuda de un especialista en congelación de esperma y director de un banco de eso mismo. Graham recogió el precioso material genético procediendo, acto seguido, a depositario en nitrógeno líquido.
Uno solo de esos «donantes» permitió que se conociera su nombre. Fue William Shockley, coinventor del transistor, premio Nobel de física en 1956 y profesor en la Universidad de Stanford, quien dijo: «No me considero un ser humano perfecto, ni como un candidato ideal, ni quiero contribuir a la fabricación de superhombres, pero estoy de acuerdo con Graham en su idea de crear una élite en la población».
Siete mujeres fueron inseminadas. Pertenecen todas a un club que exige para ser miembro del mismo, un cociente intelectual muy por encima de lo mediano. Todas ellas tienen menos de 35 años y se han comprometido con Mr. Graham a mantenerlo al corriente, permanentemente, sobre el desarrollo de su embarazo.
Hasta aquí los hechos. Por lo que respecta a las reacciones, Mr. Graham ha sido tratado de «ridículo» e inclusive de «idiota». Ambas cosas son injustas. Graham no ha obligado a nadie a que se preste a sus experimentos. Tanto donantes como receptoras han aceptado o se han negado a lo que se les ha sugerido. Graham tampoco busca crear una raza superior ni una élite de superhombres.
Tampoco busca beneficios económicos, por ser un hombre muy rico, y si su empresa ya es del dominio público, ello se debe a un puro azar, como que nunca se puso, en contacto con ningún periodista para comunicársela.
Por otra parte, por escandalosa que esta iniciativa pueda parecer, el hecho es que ella no ha hecho cosa diferente a revelar prácticas que ya se estaban realizando en la sombra. Así por ejemplo, muchas mujeres deseosas de ser madres habían ya hecho las diligencias pertinentes en el banco de espermatozoides más cercano dé, Harvard, allí mismo en donde creían encontrar espermas provenientes de la flor y nata de la inteligencia de los Estados Unidos. Es normal. ¿Cuántos padres no desean tener como yernos a personas inteligentes en lugar de vaqueros?
Objetivamente hablando, la raíz del problema no es el hecho de saber si lo que busca Mr. Graham es «moral» o no, sino si tiene posibilidades de éxito. Dicho en otras palabras, si los hijos concebidos según su sistema serán más inteligentes que la media de los demás, y eso es, justamente, lo que está lejos de poder haber sido demostrado. Mucho más que las teorías expuestas por Hitler en «Mi lucha», los postulados de Mr. Graham recuerdan aquella famosa anécdota de Isadora Duncan con Bernard Shaw cuando la bailarina propuso al comediógrafo que tuvieran un hijo los dos. «Con su inteligencia y con mi belleza -dijo la Duncan- haríamos un genio». Respondió Bernard Shaw: «¿Y si saliera lo contrario?»
¿Se hereda la inteligencia?
La ciencia actual tiende a aceptar más los temores de G. B. Shaw que el optimismo de Mr. Graham. La intensa pugna entre quienes piensan que la inteligencia es hereditaria y quienes arguyen que ella es producto del medio ambiente, es cada día más virulenta. Ningún genetista, ningún psicólogo serio pone en duda la influencia del medio, pero nadie tampoco duda que cada niño, al nacer, está dotado de un potencial intelectual idéntico, así sea el hijo de una pareja de obreros o de un matrimonio de intelectuales. Lo que establece una diferencia en ello no son las posiciones sociales o económicas sino las posibilidades, es decir, las proporciones respectivas que hay entre la herencia y el medio ambiente.
Este asunto de las proporciones comporta a su vez aspectos prácticos sobre todo en el campo pedagógico. La transmisión de la herencia se realiza mediante un alfabeto de cuatro letras (C.G.T.A.), (citosina, guanina, timina y adenina) por medio de lo cual se codifican los genes contenidos en los cromosomas de todo ser viviente. No obstante lo cual, el hombre, como todo organismo sexuado, no puede transmitir la integralidad de determinado carácter que le es propio, puesto que, fuera de la fecundación, los genes se unen por pares, uno proveniente de la madre y otro del padre. Es por ello por lo que el color de los ojos o el tinte de los cabellos de un bebé son la resultan e del gene paternal y del gene maternal. Cuando se trata de un carácter simple (color de los ojos, pigmentación de e piel) la transmisión lo es también y el resultado es fácil prever, pero en el caso de un carácter matizado, que no dependa de un solo gene sino de varios (como el de la inteligencia), la transmisión es muy compleja y su resultado imprevisible.
Por otra parte, si algunos rasgos, como el grupo sanguíneo o la coloración del iris, son imputables a la sola herencia, la mayoría de los otros están influidos por el medio ambiente, inclusive por el medio intrauterino. Por ejemplo, las huellas digitales, cuyo diseño es inmodificable desde el momento mismo del nacimiento, pueden sufrir modificaciones durante la vida uterina. Así se ha comprobado en el caso de los gemelos monocigóticos (es decir, aquellos gemelos nacidos de la concepción por un solo espermatozoide y no por dos), algunas ligeras diferencias, lo cual prueba que el diseño inscrito en los cromosomas ha sido ya transformado por el medio uterino.
Este mismo medio influye en gran manera en muchas manifestaciones posteriores al nacimiento. La diabetes, por ejemplo, sería el resultado de un gene llamado diabético. La talla y el peso dependen del patrimonio genético pero también del medioambiente, y sobre todo de la alimentación.
Puede comprenderse por ello mismo, perfectamente, que por lo que respecta a un carácter tan sutil y multifactorial como la inteligencia, las cosas tengan que complicarse singularmente. En realidad, la formación del cerebro humano está determinada en gran parte por los genes, pero la extraordinaria plasticidad de que está dotado este órgano permite que escape al determinismo genético. La alimentación de la madre durante el embarazo, la del niño cuando empieza su vida, así como los estímulos a los que el joven está expuesto o la atmósfera intelectual en al cual ha de desarrollarse, tendrán una intensa influencia sobre el desarrollo de su cerebro.
Así, puesto que la formación del cerebro es tributaria a la vez de los genes transmitidos al feto desde el instante mismo de su concepción, tanto como del medioambiente al cual el bebé está expuesto antes de su nacimiento y después de este, puede concluirse que la variabilidad de la inteligencia (tomada esta en el estricto sentido de «facultades intelectuales mensurables»), es decir, prácticamente el Q.I. puede descomponerse en variabilidad debida a la herencia y en variabilidad debida al medio ambiente. Sin embargo, todas estas partes no pueden medirse con exactitud puesto que ellas dependen de la época, de la región, de las circunstancias. De ahí que en condiciones de una hambruna aguda, la parte de la herencia puede ser casi nula y el niño será perturbado gravemente por un medio ambiente catastrófico. Por el contrario, en condiciones de alimentación, de higiene, de enseñanza y de ambiente intelectual idealmente igualitarios, el factor hereditario prevalecerá puesto que, en un medio ambiente uniforme. es el potencial genético el que será el origen de todas las diferencias.
Como consecuencia de ello el cálculo preciso de la parte hereditaria de un carácter tan complejo como la inteligencia supondría numerosas generaciones en condiciones de medioambiente perfectamente controladas y bien definidas. Un experimento de esta naturaleza es virtualmente imposible de hacer. En el estado actual de la ciencia, habrá que contentarse con comprobar y evitar deducir conclusiones. Comprobar es observar que existe una variabilidad considerable de Q.I., en una población dada. Mucho más que una teoría, una metáfora permitirá comprender las alternativas de la lotería genética, pudiendo comparar la distribución de los genes en el momento de la fecundación, a la de una partida de naipes, o mejor, a la mezcla de dos naipes, uno proveniente de la madre y otro del padre. No es suficiente que ambos posean un cociente de inteligencia (Q. l.), muy alto, para que el niño engendrado por los dos sea un portento de inteligencia. En efecto, cada vez que va a jugarse el nacimiento de un niño, la naturaleza baraja los dos naipes juntos y los distribuye luego, lo cual explica que todos los hijos de una misma pareja no sean todos ellos idénticos: cada uno se ha beneficiado de una «mano» diferente, salvo los auténticos gemelos que han recibido el mismo par de genes.
La comparación con el juego de cartas permite igualmente comprender por qué muchos padres dotados de un Q.1., elevado tienen, en promedio, un poco más de oportunidades de tener niños más inteligentes. En efecto, puede considerarse que esos mismos padres disponen de una distribución de cartas en las que las de menos valor habrían sido retiradas de la baraja y que cualquiera que fuera la mezcla hecha por la naturaleza con las restantes, en el momento de la fecundación el niño tendría así muchas más oportunidades de recibir mejores cartas que si la distribución de estas hubiera sido hecha antes de barajar.
En manos del azar
Es probable, pero no es cierto en modo alguno, que las mujeres que han recurrido al «Banco Graham» puedan tener hijos con un coeficiente intelectual superior a lo normal medio. Por el contrario, y esto está poco menos que asegurado, salvo la intervención del azar, ellas no tendrán hijos genios puesto que como ya lo hemos visto, los Q.1., excepcionales son el resultado de «datos» imprevistos fuera de la concepción y poco posibles en un muestreo tan débil.
En definitiva, la iniciativa de Mr. Graham está lejos de ofrecer las garantías que dice ofrecer su promotor aun cuando lo principal del problema no esté allí. Por aleatorio que sea en sus resultados desde el punto de vista genético, el experimento es un absurdo total. No somos nosotros quienes lo decimos, sino un Premio Nobel que prefiere usar desde su inteligencia antes que transferirla.
Nos referimos al francés François Jacob, quien ha dicho: “Se olvida que si la evolución ha sido posible, ello es la causa de la extraordinaria diversidad de los individuos. Para la especie humana en su totalidad, como para cualquier conjunto nacional, esta diversidad constituye una baza maravillosa, por cuanto es esa inmensa variedad de aptitudes físicas y mentales la que confiere a las poblaciones humanas su plasticidad y su facultad de responder a los desafíos cambiantes del medioambiente, lo que les da su potencial de adaptación y de creación. Un pueblo compuesto por individuos genéticamente muy parecidos estaría siempre expuesto a la merced de cualquier accidente, fuera epidemia o cambio brusco en las condiciones de vida. Todo esfuerzo que aspire a homogenizar las prioridades biológicas de los individuos-así sea queriéndolas “mejorar” por la eugenética, o así sea buscando valorizar una propiedad tal como la aptitud a las matemáticas o a las carreras de velocidad-sería biológicamente una tentativa de suicidio y socialmente un absurdo”.
En resumen: ¡el éxito de la especie humana reposa enteramente sobre la noble incertidumbre de las esporas!