Desde la semana pasada sentí, como todos, el miedo profundo de que Gabriel García Márquez muriera en Semana Santa, tal vez el jueves como Úrsula Iguarán, y que esta extraña coincidencia terminara convirtiéndose en el recurso fácil, en el lugar común para hablar sobre su muerte.
Algún amigo me comentaba que la labor de las revistas iba a verse entorpecida pues la mayoría de los colaboradores de estos medios tienen algunos días libres y que tal vez, desde su perspectiva, lo más hábil era dejar escritas notas sobre la muerte del nobel desde antes, de manera que al momento de publicar la reacción fuera casi inmediata. De hecho, mi amigo me decía que si finalmente debía escribir una nota sobre la muerte de García Márquez, la escribiera desde entonces. Era lo lógico, pero de ningún modo iba a hacerle caso, pensé, porque siempre me ha entristecido la historia de Santiago Nasar, sobre todo porque fue el último en enterarse de las noticias de su muerte.
Cabe esperar que recibamos en las próximas horas una avalancha incontenible de información sobre la vida y obra de Gabriel García Márquez, colombiano, nacido en Aracataca, Magdalena, el 6 de marzo de 1927, Premio Nobel de Literatura en 1982. Cabe esperar que se lean críticas viscerales hacia su amistad con Fidel Castro y su decisión de vivir en México, a las que los lectores fervorosos del autor haremos poco caso, pues la universalidad de su obra trasciende cualquier nacionalidad y postura política y eso no es una simple opinión, es un hecho. Cabe esperar también, por último, que se lean en las redes sociales alabanzas al maravilloso e intricado universo de Macondo, su exquisito manejo del registro caribe, la minuciosa investigación periodística detrás de cada uno de sus trabajos literarios y en suma, parafraseando sus palabras al recibir el Nobel, su inigualable capacidad para hacer creíble la realidad, nuestra realidad. Es allí donde debemos detenernos y prestar atención, donde debemos atracar en medio del mar de datos en el que nos veremos envueltos.
Para los estudiosos y los simples lectores de la obra de García Márquez ha sido patente que uno de los mayores atributos de esta es su verosimilitud. Sabemos que el ramo de rosas de Santiago Nasar , la hemorragia de Nena Daconte —excesiva para el pinchazo de una espina—, el señor viejo de las alas enormes, la cabellera cobriza de Sierva María y la cola de puerco del último de los Buendía son productos privilegiados de la imaginación… pero aún así. Aún así creemos, aceptamos no solo como cierto sino como posible, cada uno de los eventos relatados en cada una de las páginas escritas por García Márquez. Durante cinco años, al dictar clase sobre su obra, vi la incredulidad convertirse en admiración, en genuino amor.
Pocas obras en lengua castellana han logrado equilibrar la invención fantástica y la realidad histórica como “Cien años de Soledad”; y no me refiero en este punto simplemente a la historia de un pueblito del caribe colombiano sino a la historia completa, totalizante, al relato épico del origen del mundo, al establecimiento de una nueva mitología, justamente en un mundo de relatos si no muertos, agonizantes. Desde la fundación de Macondo hasta que el último de la estirpe es devorado por las hormigas, la novela de García Márquez constituye un espejo de la formación de una sociedad, de los miedos, prejuicios y supersticiones que se vencen a través del pensamiento científico, de los peligros del progreso, de los laberintos de la sangre. Adicionalmente, “Cien años de soledad” es una muestra de cómo la historia, el discurso histórico, atraviesa por igual a todos los seres humanos, y de cómo las hipérboles fantásticas se hacen materia en la carne latinoamericana, en el ser colombiano.
Junto con los demás miembros de su generación, el llamado boom latinoamericano—como Carlos Fuentes, Guillermo Cabrera Infante, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa, entre otros—, García Márquez logró, a través de la palabra, inscribir a América Latina en la historia universal, sacarnos de nuestro ostracismo, pero además, permitirle al mundo entrar en nuestra soledad, comprender la esencia de nuestro desarraigo, nuestra maravilla, nuestra pobreza y nuestra lucha diaria por ser en este mundo de contradicciones. De este modo, logró de manera impecable plasmar la riqueza cultural de América Latina con la universalidad de la técnica narrativa de la novela norteamericana de inicios del siglo XX, el sustrato mítico occidental y la majestuosidad de la tradición oral propia de los relatos de nuestros pueblos, es decir, logró traducirle al mundo nuestra realidad: “Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte”, como diría ante la Academia Sueca en 1982.
No es fácil escribir para despedir a Gabriel García Márquez sin sentir que nada de lo que se diga le hará honor a la grandeza de su escritura. Resulta, por demás triste ver que tal vez el más ilustre de los colombianos, él sí el colombiano del siglo, se va y nos deja en esta orfandad. Porque estamos escasos de héroes y de genios y eso no es una opinión, es un hecho.
Como nada parece suficiente, solo queda ofrecer mi gratitud como lectora a quien en su taller de guión solía decir que en la escritura si bien hay que apuntar a lo alto hay que aprender a desechar. Así que sin más palabras, dejando de lado cualquier pretensión distinta a la de honrar su memoria, pongo el punto final de este sincero adiós.