¡Te beso con tanta ternura, mamá, como cuando era un niño tan pequeño que arrastraba una sillita verde…!
Antoine de Saint-Exúpery— Carta a su madre desde Casablanca, fechada en 1921.
El pasado 6 de abril se conmemoró el aniversario número 70 de la publicación de la obra más reconocida del autor francés Antoine de Saint-Exúpery, “El Principito”. En torno a esta fecha, la editorial francesa Gallimard —que sólo publica el libro hasta 1946, tres años más tarde de su edición en Norteamérica por Reynal & Hitchcock— y Disney, entre otros socios productores, se preparan para celebrar con el lanzamiento de una nueva adaptación cinematográfica del relato en formato 3D. De más está decir que nuevas ediciones, revisiones, ficciones de fanáticos, secuelas y reinvenciones de la historia, se preparan para inundar los estantes de las librerías del mundo.
Por otra parte, se han escrito alrededor de este acontecimiento una considerable cantidad de reseñas y notas periodísticas acerca de la importancia de esta obra y su mensaje humanista, la relevancia de sus metáforas y la relación que entre ésta y la vida del propio autor parece dibujarse. Unas más acertadas que otras, el sinnúmero de alusiones a “El Principito” que llenan las páginas de revistas y diarios pone en evidencia, una vez más, la importancia de este pequeño cuento, traducido a 265 lenguas y conocido por los lectores de todos los rincones del mundo. Un suceso editorial que excede la categoría de literatura infantil y se relaciona con las audiencias de todas las edades.
Sin embargo, es pertinente aclarar que en su origen, “El Principito” sí surge bajo la idea de un cuento para niños. Gracias a la información proporcionada por biógrafos tan juiciosos y reconocidos de Saint-Exúpery como Alain Vircondelet —quien escribe, entre otras obras acerca del autor “La verdadera historia de El Principito”—, podemos trasladarnos al verano de 1942, cuando un “Tonio” —como le llamaban sus allegados— apesadumbrado por la culpa que le provoca el exilio durante la ocupación nazi en Francia, almuerza en el Café Arnold de Nueva York con su editor Eugéne Reynald. Allí, el “gigante infeliz” recibe el encargo de hacer un cuento para niños que sería publicado en Navidad; en parte porque a Reynal le llaman la atención los garabatos de un pequeño niño que dibuja Tonio en el mantel y sabe de su pasión por los cuentos de hadas, pero más que todo, porque el editor ve en este ejercicio una forma de liberar a Saint-Exúpery de las dolorosas enemistades que ha tenido con otros exiliados franceses —como André Bretón— y su obsesión casi enfermiza por marchar nuevamente al combate y apoyar a la Resistencia Francesa.
Saint-Exúpery fue sujeto de polémicas y misterios fascinantes en su corta e intensa vida, que incluyen episodios como sus días perdido en el Sahara —narrados en “Tierra de hombres” (1939)—, ser declarado en un comunicado oficial como garante del régimen de Vichy en 1941 —hecho que desmiente públicamente y aún así le granjea el título de traidor frente a los exiliados—, su tormentoso y a la vez enorme amor con su esposa Consuelo —su rosa, quien habrá de soportar su larga lista de amantes—, las terribles secuelas de la guerra en su cuerpo y finalmente, su desaparición durante el combate en 1944.
Aún cuando toda esta serie de eventos sea una fuente casi inagotable de especulación y fascinación, quisiera señalar que en medio de ellos tal vez lo que más nos dibuje a este aventurero y humanista como el autor de “El Principito” sea su manera de relacionarse con la infancia.
Me refiero en este punto a la infancia no sólo como un motivo literario sino casi como un estadio espiritual al que Saint-Exúpery idealiza y añora, del que se siente dolorosamente desterrado. Al consultar las biografías del autor, nos encontramos con el retrato de un pequeño aristócrata que crece junto a sus cuatro hermanos en un pequeño castillo de Saint-Maurice-de-Rèmens bajo el cuidado de una madre amorosa y una tía culta que le infunde su amor por las artes. Sin embargo, la muerte temprana del padre, el funeral de su hermano mayor —a quien fotografía en el ataúd—, los terrores nocturnos y una sensación constante de abandono, de inadecuación, son narradas por su hermana Simone quien señala a estas circunstancias como las causantes de su necesidad de idealizar la infancia, de recordar de ella sólo lo tierno, lo que lo hacía sentir seguro.
De la recopilación de anécdotas sobre su infancia conocemos también su costumbre de “domesticar” grillos, gusanos, ratas, moscas, porque domesticar es —como le dice el Zorro a El Principito— “crear relaciones” y el pequeño Antoine necesita relacionarse con la Naturaleza entera para dejar de sentirse extranjero.
De esta manera, no nos resulta extraño que en medio del exilio, la culpabilidad y la hipocresía, Saint-Exúpery acepte de buen grado la tarea de escribir una obra que le permita volver a ver lo esencial, volver a conectarse con el mundo, vencer la angustia de un mundo adulto que lo ha decepcionado, en el cual sus ideales de igualdad y de bondad, de consideración hacia los más pequeños han sido desplazados por la ambición y la injusticia.
En consecuencia, “El Principito”, se nos muestra no sólo como la travesía del pequeño habitante del asteroide B 612 sino la del hombre que vuelve a ver el mundo desde la libertad de la infancia. Porque desde su misma dedicatoria esta obra es también una apuesta por la libertad.
Lèon Werth —a quien Saint-Exúpery ya había dedicado “Carta a un rehén” (1943)— no es sólo el anarquista judío que alguna vez fue niño a quien el autor dedica su obra: es la representación de todos aquellos que sufren persecuciones injustas, que son señalados, que no son reconocidos como iguales aún cuando, “todos somos de Francia, como de un árbol y yo serviré a tu verdad como tú habrás servido a la mía […] Se trata de haceros libres en la tierra en la que tenéis el derecho fundamental a desarrollar vuestras raíces”. Es también el habitante de las colonias francesas del norte de África que se convierte en carne de cañón de la Resistencia, tiene el mismo valor que el intelectual exiliado en Nueva York.
Saint-Exúpery arrastra entonces esta visión igualitaria, idealista acerca del ser humano desde su propia infancia. La numerosa correspondencia que sostiene con sus amigos, amantes y con su propia madre, nos muestra su constante anhelo de regresar a las sensaciones simples, al mundo en el que no dominan reyes, hombres de negocios, vanidosos, ni demás criaturas ciegas frente a la belleza de lo cotidiano.
Cuando leí por primera vez “El Principito” era yo también una niña muy pequeña. Tal como en la carta que dirige a su madre en 1921, yo también arrastraba una sillita; los estantes de la biblioteca de mi casa eran muy altos. Supongo que lo que verdaderamente me resulta fascinante de “El Principito” es precisamente esa capacidad de devolvernos en cada lectura, en cada una de sus ilustraciones, al momento en el que explorábamos el mundo con ojos limpios. El momento que todos compartimos con Lèon Werth. El momento en el que fuimos ese guardián de una rosa, ése que nunca fue una persona mayor. Sea esta una invitación para volver a visitar el paisaje “más bello y más triste del mundo”, ése donde apareció El Principito.