Preludio
Me subo al avión. Ya es de noche. Me esperan nueve horas y cuarenta minutos de viaje hasta Madrid, porque no hay un vuelo directo desde Bogotá hasta Valencia. La azafata me ayuda a encontrar la silla 28H. No tengo sueño. Enciendo la pantalla. Reviso los estrenos y veo algo que no había escuchado: La memoria infinita, la historia de Augusto Góngora, un periodista chileno que sufre de alzhéimer, y su esposa, la actriz Paulina Urrutia. Decido verla sin dudarlo. La primera escena es Góngora confundido al despertar en su cama y su esposa diciéndole quién es él. Empiezo a llorar. El documental, una de las mejores historias de amor incondicional, memoria e identidad que he visto en la vida, fue nominado en 2023 a los premios Óscar. Sigo llorando, no puedo parar. La gente me mira. Me quedo pensando todo el trayecto. Creo que, en parte, por eso escribo. Si pierdo la memoria, puedo volver a leer lo que algún día escribí y sentí. Es un registro. Y, bueno, también pienso que, al final, el amor es lo único que nos salva en la vida. Con eso en la mente, transcurren mis horas de vuelo hacia España.
El AVE, la paella, la Ciudad de las Artes

A Valencia fui hace más de veinte años. Intento acordarme de qué vi, de qué hice, pero solo recuerdo que fui en marzo, durante su fiesta más importante, Las Fallas; evoco el sonido ensordecedor de los juegos pirotécnicos —los valencianos lo llaman mascletá—, las carrozas con las figuras gigantes y estar en medio de una multitud. No mucho más. Así que, en realidad, me siento como si fuera a esta ciudad mediterránea por primera vez.
Tomamos temprano el AVE, el tren de alta velocidad, en la estación de Atocha, en Madrid. Son solo dos horas de viaje hasta Valencia. Cierro los ojos por el cansancio que aún siento, pero tengo la firme intención de abrirlos para ver el paisaje. No sucede. Me quedo profundamente dormida, tanto que solo vuelvo a abrir los ojos cuando llegamos a la estación Joaquín Sorolla.
Hace calor. Vamos a un antiguo hotel, nos cambiamos rápidamente y salimos al restaurante Cremaet. El almuerzo, por supuesto, será algo predecible para el lugar: paella valenciana. No tenía la menor idea de que la auténtica era con arroz bomba, pollo, conejo y caracoles. ¡Todo lo demás se denomina arroz y punto! (arroz del senyoret, arroz al horno, arroz negro y un largo etcétera). No se discute eso con un valenciano. La paella está deliciosa, crocante y con un sabor especial que le dan el garrofón (una especie de fríjol blanco) y la bajoqueta (una clase de habichuela plana), más el tomate y el azafrán.
En 2024, la Comisión Europea le otorgó a Valencia el galardón de Capital Verde de Europa, con el que le reconoce los esfuerzos por mejorar el medio ambiente y la calidad de vida de las personas. Es la primera vez que una ciudad mediterránea obtiene esa distinción. Así que, después de degustar la paella, iremos a dar una caminata (o un recorrido en bicicleta, para los que lo prefieran) por una parte del Jardín del Turia, un parque de nueve kilómetros, ubicado en el antiguo cauce del río Turia, que atraviesa la ciudad, y después iremos a contemplar el atardecer al parque natural de la Albufera.

Dentro del Jardín del Turia está uno de los símbolos más deslumbrantes y reconocidos de Valencia: la Ciudad de las Artes y las Ciencias, un complejo de divulgación científica y cultural abierto en 1996, diseñado por el arquitecto valenciano Santiago Calatrava. Coincidencialmente, estábamos muy cerca de este punto, así que luego de bajar y subir unas escaleras, se alcanzaba a vislumbrar este complejo conformado por seis edificaciones que parecen emerger de una escena de una película futurista: el Hemisfèric, con forma de un ojo humano, ofrece proyecciones audiovisuales; el Museo de las Ciencias, destinado a los temas de la evolución de la vida y la divulgación científica y tecnológica; el Palacio de las Artes, un centro de conciertos, sobre todo de música clásica, que acaba de abrir sus puertas luego de cuatro años de restauración; Umbracle, un mirador con zonas de exposición que por dentro tiene un parqueadero, y los dos últimos, diseñados por Félix Candela: el Oceanogràfic, uno de los acuarios más grandes de Europa, y Ágora, un espacio para promover el conocimiento, que pertenece a CaixaForum.
El complejo está ubicado a lo largo de dos kilómetros, así que hice la caminata con una nueva amiga española, solo entrando y saliendo en este espacio. Mientras nos contábamos nuestro pasado, nuestra infancia, nuestra historia de vida antes de conocernos, mirábamos cada uno de los detalles arquitectónicos tan característicos de las obras de Calatrava: las formas orgánicas, las líneas dinámicas, y esa fusión entre lo estético y lo funcional tan única.

Para finalizar el día, el plan es ir a la Albufera, un parque justo a diez kilómetros de la ciudad, donde hay un gran lago dulce de más de 2.800 hectáreas. La idea es navegar en una canoa, ver la fauna y la flora endémica y, sobre todo, contemplar el atardecer. La embarcación la maneja justo un colombiano de mediana edad, que se llama Raúl; es fuerte y moreno, y tiene acento santandereano. Comenzamos a navegar entre los arrozales. Sin embargo, al poco tiempo, el cielo empieza a nublarse y comienza a hacer muchísimo frío, algo completamente inesperado para la época, pero dicen los que saben que es una ola de frío que ha entrado a España. No alcanzamos a apreciar el atardecer, que en fotos se veía estupendo, y nos tocó devolvernos antes de lo previsto. Será la próxima vez que venga.
El santo grial, la lonja de la Seda, el Oceanogràfic
Valencia tiene más de 2.000 años de historia, y eso se ve reflejado en cada rincón de la ciudad. Romanos, árabes y cristianos ayudaron a forjar ese carácter tan especial y único que tiene. Primero, la ciudad fundada por los romanos en el año 138 a.C. se llamó Valentia; a principios del siglo VII, cuando los árabes llegaron a gobernar, tomó el nombre de Balansiya, y después, en 1238, Jaime I, del reino de Aragón, fue quien conquistó estas tierras.

A la mañana siguiente, el tour por el casco antiguo —uno de los más grandes de Europa— se inicia justo en las torres de Serranos, acompañados por Amir Ciro Ezzatvar, un joven guía de ascendencia iraní que narra la historia de la ciudad de una manera muy entretenida. Estas torres, que se comenzaron a construir en 1392, originalmente fueron un punto defensivo de la antigua Valencia, pues eran la puerta de entrada a la ciudad. Junto a las torres de Quart, son los únicos vestigios que permanecen de la antigua muralla medieval, explica Ezzatvar.
Para el recorrido por el centro hay que ir sin afanes, con calma y con zapatos cómodos, porque hay muchísimas cosas que ver. Imposible contarlo todo. Pero luego de atravesar esas torres, hay callecitas estrechas, árboles de naranjos, plazoletas con cafés y decenas de monumentos para apreciar. Uno de los más destacados es la catedral, predominantemente gótica, pero con variados estilos que van desde el románico hasta el barroco. Y aquí me detengo y respiro.
La catedral no solo es preciosa por fuera y por dentro, sino que al parecer alberga el santo grial (es decir, el cáliz que utilizó Jesús en su última cena). Independientemente de si es o no creyente, la capilla donde reposa la copa de piedra ágata, del siglo I, es un lugar místico. Cuando ingresé, no había muchas personas; todo estaba en silencio y tranquilo, y la luz entraba perpendicularmente por uno de los rosetones. Me senté a observar cada detalle, embelesada; me habría podido quedar allí durante horas, pero tenía que seguir con el recorrido.

Justo en la puerta de los apóstoles de la catedral, Amir Ezzatvar nos cuenta algo muy curioso: todos los jueves se reúnen, sagradamente, los ocho miembros del Tribunal de las Aguas, encargados de dirimir los problemas del agua de riego entre los agricultores de las acequias de la ciudad. Este tribunal es un modelo de justicia popular muy eficiente, declarado patrimonio inmaterial de la humanidad por la Unesco.
Más adelante, se encuentra otra de las joyas imperdibles: la Lonja de la Seda. En el siglo XV, Valencia vivía su pleno esplendor, ya que era un importante centro comercial, cultural y económico de Europa. Por eso, decidieron construir esta edificación de estilo gótico, que tenía como fin reunir a todos los comerciantes de la seda que llegaban a la ciudad. El lugar consta de varias salas, pero la más impactante, sin duda, es la sala de Contratación, un espacio con ocho columnas inmensas que ilustran el poderío valenciano de la época y que posee una luz singular —me resulta difícil imaginar cómo sería en el siglo XV, llena de comerciantes ofreciendo sus cosas—. También hay un patio central con naranjos y limones, y detalles para contemplar en cada muro, como el de una gárgola que representa a una mujer lujuriosa.

Es hora de un breve descanso antes de continuar el recorrido bajo el sol primaveral. Y nada mejor que tomar algo típico para refrescarse: horchata, una bebida elaborada a partir de un tubérculo llamado chufa, acompañada de un farton —una especie de panecillo blando y azucarado—. El lugar al que fuimos a probarla, obviamente, también tiene historia. Se llama Horchatería Santa Catalina y se precia de tener casi dos siglos de tradición.
De allí caminamos a varias tiendas, plazas y edificaciones curiosas —como la más estrecha de toda Europa, que tiene tan solo 107 centímetros de ancho—, hasta que terminamos en otro lugar impresionante: un edificio modernista creado en 1928 y que alberga al Mercado Central. Además de contar con una despensa abundante y variada de frutas, verduras, pescados y carnes, arquitectónicamente es precioso, pues tiene inmensas cúpulas de cristal, hierro y azulejos.

Ante tanto estímulo sensorial, el apetito se abre y es hora de almorzar, porque ya son más de las dos de la tarde. El restaurante elegido se llama El Mirador y queda ubicado en la última planta del Hotel Only You. Aparte de tener una gran panorámica de la ciudad y unos meseros muy atentos, el restaurante ofrece comida tradicional, con ingredientes locales y un toque vanguardista. Solo los antojaré con la entrada: jamón ibérico, pan crujiente y tomate rallado con aceite de oliva. Yo la repetiría sin pensarlo.
Amir Ezzatvar nos lleva caminando hacia nuestra última visita del día: el Oceanogràfic, en la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Este sitio reproduce los principales ecosistemas marinos del mundo, y entre muchísimas otras cosas, tiene un túnel transparente donde se pueden apreciar más de cien tiburones de 21 especies y cuatro acuarios para ver y escuchar a las belugas, cetáceos que habitualmente viven en el Ártico y pueden llegar a pesar 1.500 kilos. Pero lo bueno es que no se quedan solo en la exhibición de animales, también realizan una intensa labor de conservación e investigación de la vida marina, como rescatar tortugas bobas (Caretta caretta) heridas para curarlas y devolverlas a su lugar de origen (yo misma las vi nadar en unos tanques especiales mientras se recuperaban y ya han logrado salvar cerca de 300).

Es viernes, y luego de descansar del intenso día, iremos a cenar a Vlue Arribar, un restaurante ubicado en el antiguo puerto de la ciudad, hoy llamado la Marina de Valencia. En la terraza probaremos Agua de Valencia, un coctel que, según cuenta la leyenda, nació en el Café Madrid en 1959, cuando un grupo de viajeros desafiaron al dueño del lugar, Constante Gil, a preparar una bebida refrescante y distinta. Gil no se amilanó y tomó jugo de naranja (valenciana, por supuesto), cava, ginebra y vodka, y los mezcló. Así surgió este famoso coctel, que suele servirse en jarras para compartir. Luego cenaremos platos como puntillas (un tipo de molusco), langostinos, calamares, y todo lo que provenga del mar.
Mercado Central y mucho arte
Es sábado. Desayuno con tranquilidad y decido irme sola en bus al centro, con mapa en mano. Me bajo cerca de la estación del Norte, un hermoso edificio que se destaca por sus coloridos mosaicos en techos, suelos y paredes; al lado se vislumbra la plaza de toros; atravieso la calle y recorro plazas que no había visto antes, como la del Ayuntamiento; quiero volver al Mercado Central, para recorrerlo con más calma; entro y hablo con los comerciantes, pruebo aceite de oliva infusionado con romero, limón, trufa y chile; diferentes estilos de turrones; degusto jamones, busco quesos y vinos. Salgo feliz y me dirijo, con mi mapa, hacia la parroquia medieval de San Nicolás. Ezzatvar, el guía, me la recomendó. Dicen que es como la capilla Sixtina de Roma, por los impresionantes frescos que cubren su bóveda. Sin embargo, hay una fila larguísima para ingresar. Otro lugar anotado para la próxima vez que vuelva.

Sigo caminando. Empieza a lloviznar y decido tomarme un café. Para el siguiente lugar, debo confesar que tenía mis dudas. Es un nuevo museo de arte contemporáneo de la ciudad. Abrió sus puertas a finales de 2023 y se llama Centro de Arte Hortensia Herrero (CAHH), en honor de la mujer que emprendió este proyecto. Herrero es coleccionista de arte, mecenas y empresaria, y en 2015, por intermedio de su fundación, compró el Palacio Valeriola, un antiguo edificio del siglo XVII, prácticamente en ruinas. Luego de un cuidadoso trabajo de restauración y adecuación, es un espacio que, sin duda, vale la pena visitar.
Herrero exhibe aquí parte de su colección de más de cien obras de cincuenta artistas reconocidos internacionalmente, como David Hockney, Anish Kapoor y Olafur Eliasson. Hay obras creadas específicamente para el lugar y otras que me resultaron bastante sorprendentes, como El mundo del cambio irreversible, del colectivo internacional teamLab, una pieza interactiva en la que aparece una ciudad con múltiples personajes haciendo diversas actividades.

Esta ciudad imaginaria está conectada con el tiempo real de Valencia, por lo que va cambiando a lo largo de las horas y las estaciones. Si el visitante decide interactuar y tocar la pantalla, las personas que viven en ella se molestarán (yo no me resistí las ganas, lo siento; toqué la pantalla y al personaje más cercano, que lucía como un hombre pescando, se le puso el rostro de un tono muy rojo). Si muchos visitantes lo hacen, se generará una guerra civil, todos morirán y el cuadro solo tendrá vegetación y nunca más gente. Interesante reflexión: toda acción tiene una consecuencia.
Después de esta visita, volví a la calle a caminar; pasé por la plaza de la Virgen y vi de nuevo la catedral, caminé buscando el paseo de la Alameda, hasta que comencé a ver un trancón, gente a lo lejos gritando arengas y una media docena de tanques de policía (luego me enteré de que era una manifestación de los agricultores en protesta por las leyes europeas de la Agenda 2030, que va a afectar profundamente al sector primario); atravesé el puente de la Exposición (más conocido entre la gente como el de la peineta, por el arco que forma el diseño del arquitecto Santiago Calatrava), y me quedé un rato contemplando a las personas que paseaban por el Jardín del Turia. Ya era el atardecer, el clima estaba ideal y me dije que Valencia es una ciudad que lo tiene todo: cultura, gastronomía, parques… Valencia parece estar de moda; en 2022 la designaron la Capital Mundial del Diseño, en 2023 acogió la ceremonia de los 50 World’s Best Restaurants; diarios como el New York Times la incluyeron en su lista de lugares que hay que conocer este 2024. Ojalá no llegue el turismo masivo que arrasa con todo. Ojalá. Es un lugar que vale la pena conocer y cuidar.

Epílogo
Es hora de regresar. El taxi me recogió a las siete de la mañana en el hotel de Valencia. Llegué directo al aeropuerto de Barajas, en Madrid. Luego de las interminables filas, requisas y esperas, recordé todo lo que hice; evoqué los olores y sabores del mercado; pensé en lo que sentí cuando vi el santo grial; me reí de los chistes que inventamos con mi nueva amiga española. Dormí mucho más que en el vuelo de ida. Aterricé en Bogotá el domingo a las ocho y media de la noche, y lo primero que hice fue llamar a mi mamá para contarle que llegué bien; a mi mamá que me contesta con su voz suave y dulce al otro lado del teléfono, pero a quien cada vez le cuesta más trabajo acordarse de que yo soy su hija.