Publicado originalmente en Revista Diners No. 356 noviembre de 1999.
En algún rincón del universo, entre nubes, es trellas y planetas, hay un misterioso conciliábulo encargado de escribir el destino de los hombres que llegan a la Tierra. Integrado por ancianos sabios, ayudantes de Dios, Zeus o Alá, han decidido la vida y la suerte de cada ser humano que ha nacido bajo el cielo.
Decidieron que García Márquez se convirtiera en escritor y Premio Nobel: quisieron que Napoleón Bonaparte jugara al emperador en una Europa asustada¡ escogieron al Charlotte de Chaplin para que enseñara a reír y a soñar al mundo. Estos hombres no pudieron hacer nada contra el destino que les impusieron desde el cielo. Tampoco pudo hacer nada Juan Pablo Montoya, que corre como un diablo o como un ángel cada vez que tiene la oportunidad de pisar un acelerador. El también tuvo que aceptar -y de muy buena gana- su des tino.
Montoya ganó el campeonato de la Fórmula Cart el último domingo de octubre de este otoño inolvidable. En ese extraño lugar del universo del que hablamos lo sabían hace miles de años. Lo sabían desde que Juan Pablo, a los tres meses de edad, era presentado oficial mente a los karts por su papá, Pablo; lo sabían cuando a los cinco años se coronó campeón infantil de karts y cuando rodaba con la misma sonrisa inocente en Tocancipá, en México y en Vancouver.
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El nuevo héroe de los colombianos, a diferencia de muchos mortales ingenuos, siempre ha tenido muy claro su destino. El también sabía que su vida tenía que ir ligada a los motores y las pale positions, a los Ganassi y los neumáticos, a la velocidad vertiginosa y la emoción de las competencias.
La carrera desenfrenada de Montoya ha conocido el sacrificio y el triunfo con la misma pasión. El colombiano, hasta hace sólo cuatro años, tenía que viajar con su incansable padre, entre flores y espinas, entre un avión de carga para empezar a rodar en las pistas estadouni denses. Cuando corría en las pruebas criollas de la copa Swift, tenía que enfrentarse a las envidias de los dueños morales de Tocancipá, que después de todo, veían con asombro cómo el joven bólido se colgaba las medallas. Conoció la soledad en Austria y la nostalgia en Inglaterra, mientras dejaba boquiabierto a los europeos con su velocidad intrépida
Entre el dolor y la gloria
Tardes hay muchas, pero muy pocas resultan gloriosas. Montoya ha vivido casi nueve mil tardes gloriosas, otras tristes. El atardecer de este domingo en que ganó el campeonato resultó particular, tuvo que enfrentarse, al mismo tiempo, a la dicha del éxito y al horror de la muerte, conoció una mezcla agridulce de victoria y derrota. El destino se hacía presente una vez más: coronándolo a él y llevándose a uno de sus cole gas, el desafortunado Greg Moore, que dejó sus sue ños y esperanzas pegados de un muro imprudente; Montoya llegaba al primer lugar tras nueve meses de esfuerzos, de entrenamiento arduo, de rumores, de una fama inesperada y una jugosa avalan cha publicitaria. El triunfo de Montoya fue posible gra cias a un talento innato, a un temperamento agresivo, a una dosis de suerte amable, a que se esforzó en cada entrada a pits y a tres personajes definitivos: Chip Canassi, el negociador Morris Nunn, el ingeniero preciso y Pablo Montoya, el bastón de apoyo. Todo esto ya estaba consignado en que rige el destino del piloto en el libro inapelable que rige el destino del piloto colombiano.
A rodar, Juan Pablo
El campeonato ya ha terminado y Montoya es campeón. No hay mucha diferencia entre el hombre que doblegó a Franchitti y a Tracy, y el niño que soñaba de juguete con llegar a una pista de convertirse en el hombre más rápido del mundo. La diferencia es que el niño aún no había logrado todos los campeonatos, mejores vueltas y que tiene hoy. La diferencia es que hoy “vuela” a 400 kilómetros por hora sobre las pistas más peligrosas. Y hoy sigue soñando con el vértigo y la muerte en cada carrera. Sólo los hombres viejos de ese extraño rincón del universo decidirán hasta cuando rodará Juan Pablo Montoya.