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Cultura

NABOKOV, ARQUERO

El autor de Lolita evoca sus tiempos de futbolista con humor e ironía. El gran escritor ruso fue guardameta, y bajo el arco tenía tiempo para tejer sus ideas literarias.
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junio 22, 2014
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Publicado originalmente en Revista Diners No. 435, junio de 2006

De todos los deportes que practiqué en Cambridge, el fútbol ha seguido siendo un viento claro en mitad de un período notablemente confuso. Me apasionaba jugar de portero. En Rusia y los países latinos ese intrépido arte ha estado rodeado siempre de un aura de singular luminosidad. Distante, solitario, impasible, el portero famoso es perseguido por las calles por niños en éxtasis. Está a la misma altura que el torero y el as de la aviación en lo que se refiere a la emocionada adulación que suscita. Su jersey, su gorra de visera, sus rodilleras, los guantes que asoman por el bolsillo trasero de sus pantalones cortos, lo colocan en un lugar aparte del resto. Es el águila solitaria, el hombre misterioso, el último defensor.

Los fotógrafos, doblando reverentemente una rodilla, le sacan instantáneas cuando se lanza espectacularmente en plancha hacia un extremo de la meta para desviar con la punta de los dedos un disparo raso y veloz como un rayo, y el estadio entero ruge de aprobación mientras él permanece unos instantes tendido en el mismo lugar donde ha caído, intacta aún su portería.

Oh, desde luego tuve mis días brillantes y vigorosos: el magnífico olor del césped, aquel famoso delantero del campeonato universitario que se me aproximaba cada vez más sorteando defensas, empujando el leonado balón con la punta de su centelleante bota, y después el disparo envenenado, la afortunada parada, la prolongada comezón… Pero hubo otras jornadas, más memorables, más esotéricas, bajo tristes cielos, con las inmediaciones de la meta convertidas en una masa de barro negro, el balón tan resbaladizo como un budín de ciruela, y mi cabeza despistada por la neuralgia, tras una noche insomne de versificación. En esos días apenas si daba malos manotazos y acababa recogiendo el balón junto a la red. Compasivamente el juego pasaba a desarrollarse en el otro extremo del encharcado terreno. Comenzaba a caer una llovizna cansina, vacilaba, y volvía a empezar.

El partido no era más que una vaga agitación de cabezas junto a la remota portería del St. John o del Christ College, o cualquiera que fuese nuestro rival. Los lejanos y confusos sonidos, un grito, un toque de silbato, el golpe seco de un chut, nada de todo aquello tenía importancia o relación conmigo. Ya no era tanto el guardián de una portería de fútbol como el guardián de un secreto.
Cruzados los brazos, apoyaba mi espalda en el poste izquierdo, disfrutaba del lujo de cerrar los ojos y escuchaba los latidos de mi corazón, notaba la ciega llovizna en mi cara, oía, alejados, los ruidos sueltos del partido, y me veía a mí mismo como un fabuloso ser exótico disfrazado de futbolista inglés, que componía versos en un idioma que nadie entendía, acerca de un país que nadie conocía. No era de extrañar que no gozase de muy buena reputación entre mis compañeros de equipo.

(Fragmentos de Habla, memoria, de Vladimir Nabokov. Editorial Anagrama. Traducción de Enrique Murillo. 1ª ed., 1986).

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