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Cultura

Crónica de una muerte anunciada: Lectura de un libro profético

“Esta novela es atroz como nuestra historia, como nuestro mundo”, escribió William Ospina sobre Crónica de una muerte anunciada, una sutil metáfora de la realidad latinoamericana.
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mayo 14, 2014
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Publicado originalmente en Revista Diners No. 443, febrero de 2007.

A comienzos de 1981 en París, un amigo me llamó para contarme que García Márquez acababa de publicar su novela Crónica de una muerte anunciada. El amigo me había llevado de Colombia un ejemplar y me lo entregó esa noche. Recuerdo que en la mañana siguiente la leí en tres horas, solo y maravillado, en la claridad de una habitación cerca del parque Buttes Chaumont, y salí conmovido a buscar con ansiedad alguien con quien compartirla. En la entrada de la Place de Vosges, en la rue Birague, vivían María José Durán y Carlos Arellano.

Llegué a su casa al mediodía y leí en voz alta la novela con ellos entre las dos y las cinco de la tarde. Creo que habría sido capaz de leerla por tercera vez en la noche si hubiera encontrado algún cómplice. Nunca, desde la lectura de Cien años de soledad, había vivido yo una exaltación semejante. Esa noche, a falta de la oportunidad de leerla de nuevo, decidí escribir algo, y ese texto, nunca publicado, fue el primer ensayo que escribí en mi vida.

Dar a la luz ese escrito veintiséis años después y compartir con los lectores las sensaciones que me produjo entonces la lectura de un libro de Gabo, sin soñar siquiera que algún día llegaría a conocerlo y a gozar de su amistad, es la mejor manera que encuentro de sumarme al homenaje por la plenitud de su vida y de su obra:

“García Márquez llegó a mi vida antes que la escuela pudiera vacunarme contra él, y se apoderó de mis días sin que yo hiciera nada por evitarlo. Fue la primera gran tempestad que sacudió a nuestro país después de esa guerra que llamamos La Violencia.

A nosotros, a quienes nos habían ocurrido tantas cosas atroces, nos acababa de ocurrir Cien años de soledad, el hecho más feliz de nuestra historia común, el primer acontecimiento mundial de Colombia desde la Guerra de Independencia. En él estaba esa historia: las guerras civiles, Uribe Uribe, Jorge Eliécer Gaitán, Silva y Darío, la conquista y los piratas ingleses, nuestro acartonado circo republicano, nuestra barbarie y nuestros sueños, y esa sed de universalidad que resumen los nombres de Caro y de Fernando González, de Nariño y de Barba Jacob.

Nos hechizó su tono bíblico, la afinidad entre el tono de los contadores de cuentos del Caribe y el tono de Scherezada, sus énfasis, su gusto por la exageración, su humor estridente y esa riqueza de matices que nos llevaba de la pesadumbre oyendo los suspiros de Pietro Crespi a la doliente desesperación viendo a Rebeca Buendía masticar tierra con conchas de caracoles y cal viva, o al delirio bárbaro en las pantagruélicas parrandas de Aureliano Segundo.

García Márquez tenía un tono, el de narración oral que él mismo confiesa como una de sus fuentes. Lo fundamental de su obra había sido ese tono entusiasta y recitativo de Cien años de soledad, esa voz admirable de poesía y de complicidad con los personajes, esa convicción de la relación de los hechos más increíbles, ese buen ánimo que salva todo obstáculo, que seduce al lector y cadenciosamente lo obliga a creer y a participar.

Aceptamos el galeón en tierra firme, la olla que se mueve por sí misma y se cae, el fantasma que cruza los patios, el gitano que vuelve de la muerte, la fiebre del insomnio, la jovencita que se eleva hasta el cielo, los recuerdos hereditarios, los pergaminos proféticos, como aceptamos los genios de la lámpara, el mar Rojo que se abre ante los hebreos, las cien manos que desde cien cielos recogen los cabellos de Buda, las brujas oraculares de Macbeth, por la convicción de quien nos los cuenta, por la fe del autor en su obra.

García Márquez quiere a su gente, le gusta ser leído, y ser leído por todos. De ahí esa claridad de los hechos y de las imágenes que muchos legisladores de la literatura censurarán, sin duda con razones, que nunca faltan; esa claridad que lo ha convertido en uno de los autores más populares del mundo. En Bríndisi, junto al Adriático, se me acercó una noche un muchacho barbado y polvoriento. Venía de España, de cosechar naranjas en Andalucía, pero hablaba apenas el castellano. Me confesó ser persa, es decir, ahora iraní.

Y cuando yo a mi vez le confesé que era colombiano, me dijo que algo sabía de mi país porque había leído, como muchos jóvenes de su edad, Cien años de soledad. Le pregunté si en España y en castellano, y me contestó que no, que mucho antes, en Irán y en persa, y que era una novela apasionante. Así me enteré de que también a los musulmanes los había seducido Macondo.

Crónica de una muerte anunciada puede parecer a simple vista el relato reiterativo y dramático de un crimen, la narración tranquila de un terrible recuerdo personal. Pero nos va arrastrando, ineluctable; logra en poco tiempo implicarnos en su trama, envolvernos en una red despiadada, y solo después comprendemos que estamos asistiendo a la cabal descripción de un mundo. Que ese pequeño pueblo de las ciénagas que en los días claros mira al Caribe es también un espacio más vasto, un escenario eterno donde se repite ritualmente un antiguo drama: el de la víctima inocente inmolada a los dioses terribles de la tradición y de la venganza.

Digo víctima inocente y me detiene enseguida la conciencia de la misteriosa colaboración de la víctima, y de todos aquellos que la aman, con los pobres verdugos. ¿No es un prodigio de penetración psicológica ese momento en que los verdugos despiertan, antes que nuestra severidad y nuestro rechazo, una creciente piedad en nosotros?

Recorremos con un ser de verdad los caminos de hierro de la tragedia y vemos aterrados cómo el espacio de sus días se va transformando inexorablemente en su patíbulo. Sabemos desde el comienzo que el hombre ha muerto. ¿Por qué, al final, cuando el hecho se precipita hacia su desenlace sangriento, cuando Santiago Nasar va a ser alcanzado por la muerte, temblamos y secretamente esperamos que el camino se quiebre, y que el hecho, bien sabido, no se produzca? Esta novela es atroz como nuestra historia, como nuestro mundo.

Y solo una valentía admirable y un inquebrantable rigor hacen que aun en los momentos más angustiosos el autor encuentre el camino poético que permite afrontar la monstruosidad sin que el resultado sea oneroso para el arte; sin que el desaliento, el espanto y el vértigo de la descomposición menoscaben la espléndida aventura verbal.

Pienso en dos maneras posibles de leer una novela: la que considera el relato como una verdad literal, una ficción cerrada sobre sí misma, en la que cada cosa es lo que dice ser y no hay más secretos que los que soportan los mecanismos tácitos de la acción. Santiago Nasar es un joven árabe hermoso y rico que sabe utilizar su poder y que es asesinado a causa de una acusación inverificable. Ángela Vicario es una joven repudiada por su esposo, que en el momento de su perdición trama una incomprensible venganza, una victoria secreta o tal vez una infamia. Los hermanos Vicario son dos mozos psicológicamente predispuestos a la matanza, que se ven obligados por la sociedad y por su propia naturaleza a una acción sangrienta.

Lo visible permite presumir lo invisible. Largamente nos preguntamos si realmente Ángela y Santiago se amaron, o si la delación de ella es la confesión inesperada de un amor secreto; si Santiago se entregó a sus verdugos por esa sensación de invulnerabilidad que da la inocencia o por la admisión de su culpa. A diferencia de las novelas policíacas en las que todo está regido por la sed de la razón, esa sed que era el centro del delirio de Poe y de Chesterton, en esta novela, abrumadora de un realismo que linda con el puro juego matemático y con las grietas de lo sobrenatural, lo esencial queda velado por la incertidumbre y el misterio.

La otra manera consiste en ver en la novela un rastreo de los estados del alma del autor en el momento de escribirla: nos lleva a ver en toda obra una suerte de autorretrato o de noticia autobiográfica. Si uno condesciende a esa lectura tiene que preguntarse qué ha llevado a García Márquez, desde el lujoso esplendor de sus obras previas, a este reencuentro con la tragedia, con la sobriedad del relato, a abandonar la exuberancia y replegarse en el rigor y el austero equilibrio. ¿Qué soplo grave y vivificante, por así decirlo, ha purificado su voz de esta manera? Me atrevo a pensar que unos hechos personales que no podremos saber lo han cambiado, y nos han cambiado, a la larga, a todos.

Vuelven a abundar aquí las frases y los personajes memorables. Uno de ellos, la madre del autor y narrador, que merece su lugar en la leyenda. ‘En esos tiempos Dios comprendía esas cosas’, dice. Y añade: ‘hay que estar siempre de la parte del muerto’. Esas frases quieren ser recordadas porque cifran, como los proverbios, sensaciones que son de todos. Y vuelvo a encontrar la oportunidad de admirar una de las mayores virtudes de García Márquez, la elegancia de su estilo. No existen en él ni la depravada voluntad de estimular dialectos ni la torpe ostentación de arbitrariedades.

He hablado de la inexplicable colaboración de Santiago Nasar con los hombres que lo despedazan. García Márquez tuvo que sentir, no pudo no sentir, la crudeza de su narración de la muerte y el descuartizamiento. Esas cuchilladas, esa autopsia demente que padecemos como lectores, en páginas de una mesura ejemplar, fueron sentidas y padecidas por él como autor. Casi nadie se resigna a describir los matices, los avances de la corrupción, las metamorfosis de la muerte, y no puedo dejar de recordar en este momento algo que yo esquivo desde mi infancia: las estremecedoras fotografías de ese libro, La violencia en Colombia, que puede enseñarnos más sobre lo que somos que todas las universidades.

He usado también la palabra tragedia, pero esta novela es sobre todo la nítida ilustración de algo que sólo podemos llamar la fatalidad. Nos es descrita casa por casa la vida de un pueblo colombiano. Después sabemos que todo ese escenario es fundamental para la trama, que para las contadas horas en que transcurre el hecho central, casi cada centímetro del pueblo es definitivo. Esa ponderación de la importancia capital de los más leves hechos y de los más extraños azares es algo que deslumbra y que pasma.

Asistimos a una realidad en la que todo parece preparado para que el crimen ocurra, para que se cumpla la fatalidad, para que sea imposible evitar el horror aunque todos estén advertidos, aunque los criminales parezcan estar a gritos reclamando que no les permitan abismarse en su crimen. Por eso es tan acertado su título, y no parece hecho sólo para nombrar una novela sino para nombrar un mundo donde lo atroz, lo irreparable, se repite sin fin.

Vuelvo a decirme la frase que es el secreto epígrafe de esta novela, la enseñanza que tan obstinadamente ha recibido en la cumbre de su celebridad cuando tantos otros piensan que no tienen ya nada que aprender, este hombre de Aracataca que sigue enseñándonos a todos a ser dignos de nuestro rincón de planeta, de nuestros campos hermosos y de nuestra historia despiadada: ‘Escribe con sangre y aprenderás que la sangre es espíritu’.

No sé si este tono melancólico se justifica. Acabamos de recibir un enorme regalo, un regalo bello, laborioso, perdurable. Acaba de ocurrirnos de nuevo algo grande. Y después de la pesadumbre de ciertas necesarias certezas, podemos proceder al regocijo. Hemos pasado de la tragedia a la conciencia de la tragedia. Eso, yo personalmente lo siento así, es una hermosa promesa. Quién sabe cuánto tardaremos en convertir esa conciencia en un instrumento para proteger a nuestra sociedad de su cíclico desangre, de su obsesión por la repetición y por la venganza. Pero por ahora todos, como en un alba pagana, aun los que no lo saben, estamos de fiesta”.

París, 1981

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